Todo el mundo tiene una
historia que contar. Siempre nos cruzamos con gente amohinada,
contrita, insustancial, aburrida o con cualquier otro atributo que
puede obligarnos a buscar una huida a tiempo, pero, tras años de
dedicarme a la romanización, me he topado con personas que traían
“vida” que contar. Admitamos que los vaivenes adolescentes tienen
sus patrones de repetición, pero no está de más recordar también
que cada uno es único. En estos encuentros humanos he descubierto
seres irrepetibles: compañeros, alumnos e, incluso, padres. Esta
mañana, sin ir más lejos, mi trabajo me ha dado la ocasión de
asistir a algo de los que pocos, posiblemente, hayan podido
disfrutar. El secreto de este regalo está en saber escuchar y tirar
del hilo dorado. No hay más. Os aseguro que el premio queda flotando
en el aire mágicamente hasta que se extingue en el olvido. Por ello,
quería dejar escrito lo que ha sucedido esta mañana:
La madre de un alumno
paragüayo me desgranaba, con esa admirable paz que tienen algunos
latinos en el hablar, su periplo vital. El destino para muchas de
estas mujeres que cruzan el Atlántico es convertirse en empleada del
hogar (en el mejor de los casos). Esta señora hablaba con una
serenidad contagiosa, con un respeto absoluto. Cuando estaba a punto
de dejar de desgranar su experiencia laboral, dejó caer, como
recordándolo en ese justo instante, unas palabras que me hicieron
parar el curso de la conversación: “una vez fui maestra”. “Y
lo seguiría siendo”, le dije. El hecho de tener un hijo pequeño
por aquel entonces y verse obligada a irse a trabajar a El Chaco con
los indígenas le hizo replantearse su profesión. Ese fue el motivo
de venirse a España. A todo ello le sumó que también era profesora
de guaraní. Nunca había tenido la posibilidad de escuchar guaraní,
así que tomé una copia de un texto que andaba conmigo esta mañana.
Se trataba de otra de las felicidades que me ha dado el año
académico: poder impartir un curso de Literatura Universal. El texto
era el comienzo de Madame Bovary.
Le pregunté si no le importaba traducir las primeras líneas de la
novela. Ella, muy amablemente y algo ruborizada, accedió a hacerlo.
Mientras leía, cerré los ojos: en un remoto pueblo del Sur, a miles
de kilómetros del Rouen donde la novela transcurre, una mujer
traducía directamente a Flaubert al guaraní.
Cuando
acabó me miró con los ojos encendidos y pienso que yo a ella
también. Había sido como un rescate, como volver a colocar el mundo
en su sitio: ella leyendo en un aula a un alumno admirado por la
breve lección. Se despidió cordialmente y me dejó el envoi
para pensar que la magia del mundo está en los pequeños detalles y
que hay que estar muy atentos para no olvidar lo que podemos ser y lo
que un día fuimos. Tiren del hilo dorado; merece siempre la pena.
Good night.
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