domingo, 28 de agosto de 2016

Facebook, la foto hornacina y las 10000 semivírgenes



El verano se esfuma. Al menos en el calendario. En Facebook, como todos sabemos, siempre es verano. Las fotos de viajeros indómitos, de poses varias en entornos más o menos idílicos y acompañantes más o menos exóticos (en el caso de que la foto tenga una trascendencia personal incompartible se aparecerá solo) se han prodigado y se prodigarán por nuestras pantallas hasta que Marky Zuckerberg o sus herederos quieran. Nos alegramos de que nuestros mejores amigos (amigos) se fundan en el azul del Mediterráneo, sonrían a duras penas desde una tirolina en un bosque colgante en Costa Rica, se fotografíen con algún lugareño en la India o manden imágenes de ensueño de parajes insólitos por su belleza. Todo esto dentro de unos límites. Cuando el asunto crece cuantitativa y cualitativamente, la sonrisa inicial se va transformando en algún exabrupto pronunciando entre labios y, en el peor de los casos, en atrabiliaria envidia que degenerará en un movimiento de ajedrecista descuidero: colocar a estos seres olímpicos a la cola de nuestros muros para no soportar su suerte, su imaginación, su gusto, su capacidad para captar lo hermoso y, en definitiva, su cartera o su tiempo.

Claro que también sabemos que Facebook tiene la capacidad de podar los estados intermedios del viaje. Nada sabemos (sólo los más patentemente melancólicos se dan a ello) de esperas, mosquitos, calor, pérdidas de equipajes, robos, fotos fallidas, broncas familiares, decepciones, comidas de rancho a precio de restaurante, etc. Hay afortunados que ni siquiera lo padecen o ni siquiera se podrían permitir padecerlo en público. Lo dicho: Facebook es un mundo de seres olímpicos.

Estas notas vienen al hilo de una disculpa que he de pedir por algo que comenzó una mañana de este bello verano. El nacimiento de nuestro hijo Santiago (feliz ocasión de verdad) planteaba unas vacaciones tranquilas, peninsulares y de infantería. El hecho de que el joven tenga sangre galaica por uno de sus costados (por los otros, gaditana, sevillana y boricua) hizo conveniente que huyéramos hacia las Tierras de la tarde para que sus abuelos gallegos disfrutarán del infante. Desde Compostela buscamos acomodo en A Costa da Morte, en un apartamento de alquiler de una localidad llamada Corme. Vistas a la ría, playas de aspecto californiano y agua gélida (sin necesidad de practicar la lucha grecorromana para colocar una toalla), pescadería local con buen género, parajes naturales con vistas al mar, restaurantes de cartas sin inflación estival, faro hopperiano y un número cuantificable de veraneantes hicieron de la estadía un descanso suizo. Una mañana encontré en youtube un vídeo de “Mis gafas”, un temazo de cuando La Orquesta Mondragón y Gurruchaga estaban en la cresta de la ola y las letras las firmaban Luis Alberto de Cuenca y Eduardo Haro Ibars. La canción cuenta la historia de un tipo que viaja a lugares exóticos (Malibú, Estámbul, Honolulú, Xanadú) que por obra y gracia de unas gafas mágicas logra el eterno tándem freudiano de dinero y chicas. Con el runrún de la canción me fui a caminar temprano por los alrededores de Corme y fotografié la playa de Laxe, pueblecito costero que se me ofrecía a la vista desde el faro. Luego lo colgué con esta leyenda: “Malibú desierto. Sin cruceros, sin perros, sin cuerpos”. El resto vino solo. Fui trufando las fotos propias de estos días con otras extraídas de google, colocando siempre un nombre de la costa californiana o una anécdota inventada o rescatada de otras situaciones y otros sitios al lado de las mismas. Topónimos como Corme, Laxe, Malpica, Traba eran sustituidos por Point Mugu State Park camino de Santa Bárbara, Monterrey, Cannery row, Santa Cruz, Palo Alto, San Francisco... La Ruta 1 de la Costa Oeste era tan nuestra como nuestro era el pasaje de vuelta de los EE.UU. Y como siempre pasa con estas cosas, fueron sumándose “me gusta”, “qué buen viaje”, “¿cómo aguanta el pequeño Santiago California?”, “qué envidia!!!”... Parte de la tramoya también era arreglada por los amigos de allá que preguntaban “¿Estáis por aquí?”. En fin, que el juego sin fin aparente comenzaba ya a ser un tanto engorroso cuando, a la vuelta, algunos nos felicitaban por tan soberbias vacaciones, cosa que no me he atrevido a desmentir en directo por una extraña sensación entre el bochorno y el cachondeo (si es que existe una estación intermedia entre ambos conceptos). Sí lo he hecho con los amigos que se mostraban más ilusionados; algunos nos han visto debajo del Golden Gate, cuando realmente lo que había ocurrido es que el montaje-collage de Facebook y una mirada rápida les había convencido de que todo era verdad.

Todo ello me lleva a un sinfín de preguntas para reflexionar en los próximos años o minutos:
¿Qué percepción tenemos de la realidad?, ¿son las pantallas el bocado de realidad que necesita el hombre contemporáneo para hacerse una idea del mundo?, ¿qué límites conscientes hay entre verdad y mentira?, ¿puede un familia de clase media viajar durante dos semanas por California?, ¿hay percebes en Santa Mónica?, ¿se puede uno leer las obras completas de Faulkner si abandona la mirilla de las redes sociales?, ¿para qué sirve facebook si no es como hornacina laica de 10.000 semivírgenes que nos adoramos como si fuéramos el vellocino de oro y esperamos nerviosas, con las manos entre las piernas, el fatuo olor del incienso de un “me gusta”?, ¿qué límites de soportabilidad tiene el ser humano ante la ingrata visión de la felicidad de otros muy otros?, ¿es necesaria tanta dromomanía (entiéndase el término como la necesidad imperiosa de viajar a cualquier lado en todo momento)?, ¿qué les pasa a los tipos que no le dieron al “me gusta” cuando la ocasión lo merecía?, ¿es menos glamouroso Chipiona que Tailandia?

En fin, queridos míos, doy en arrepentimiento público tanta mendacidad veraniega. Lo siento si con tanta mistificación he causado algún mal entre los amigos, conocidos o simplemente curiosos. Somos gente de orden y clase media. El año que viene lo mismo nos vamos a Islandia.

*Por cierto, en Malpica hay un restaurante con una estrella Michelín, As Garzas, que bien vale un viaje a Galicia. Allí sí estuvimos...













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