miércoles, 14 de septiembre de 2016

Más de lo mismo


Ayer volví a ir al hospital de puertas giratorias. Esta vez era para mí. Los rigores de la edad empiezan a necesitar chequeos rutinarios. Una enfermera administrativa, ataviada veraniegamente con unos pantalones vaqueros cortos y unos tacones de espléndida altura, me hizo entrar con un gesto callejero mientras atendía a una llamada telefónica. El doctor me invito a tomar asiento y a explicarle qué me ocurría. Fue una exposición breve, pretendidamente telegráfica, buscando tal vez que él mismo hiciera las preguntas pertinentes. Así fue: "¿en qué trabaja?, ¿tiene alguna enfermedad?" Todo eso con la cabeza incrustada en la consabida pantalla del ordenador. Me preguntó que a qué compañía pertenecía, me indicó la necesidad de un análisis de sangre y se me quedó mirando a la espera de que me fuera. En esto tardo aproximadamente tres minutos. Cuando le sugerí la posibilidad de hacer otro tipo de pruebas, cogió el volante y sumó a lo que ya había prescrito una nueva orden.

Cuando salí de la consulta, le pregunté a la enfermera administrativa, que no dudó en ningún momento en llamarme cariño, que por qué tanta prisa en despachar gente. Una señora que andaba por allí declaró, como la que no quiere la cosa, que veía salir a los pacientes demasiado rápido. Al llegar a casa, investigue cuál era la carrera exitosa de este individuo: catedrático de su especialidad y presidente de la asociación de su especialidad, entre otras muchos méritos. El problema de desempeñar un puesto lectivo en el que este señor desgrana su conocimiento es que no se trata sólo de eso, sino también de mostrar actitudes. Lo de la presidencia imagino que será producto de movimientos orquestales en la oscuridad.

Ya lo comenté la semana pasada: lo único que diferencia la seguridad privada de la seguridad pública es la velocidad, no la calidad. De seguir esto así, habrá que volver al chamanismo y la curandería. Por lo menos en esos sitios te miran a los ojos y te tocan.

martes, 6 de septiembre de 2016

De televisiones y sueños




Anoche caí durante unos minutos en el show de Bertín Osborne. Uno es débil a veces. Ya lo había visto de reojo cuando lo programaba TVE antes de su migración a una televisión privada. Ahora muestra el mismo formato, pero esta vez va acompañado de Fabiola Martínez, su mujer. Imagino cuánto querrán las feministas de este país a un tipo como Bertín; incluso, sin feminismos, imagino la opinión sobre el jerezano de aquellos que aún pueden medir con dos dedos su propia frente. El concepto es de aliño de caspa con un poco de ambiente tabernario: Bertín compadrea con “el hombre de la casa” (anoche el tenista Carlos Moyá) mientras su esposa conoce las dependencias del hogar (anti-VPO) de la mano de la “mujer de la casa” (la actriz Carolina Cerezuela). Ellos hablan de los logros profesionales; ellas, de los niños, las habitaciones (sin niños), los muebles, los colores de la pared, de lo que “me gusta tanto de ÉL”... Luego, en plan confidencia, se sientan en el jardín a hablar de trabajo y sentimientos. El montador del programa bascula entre el campechanismo de Bertín, siempre en un sofá, y la edulcorada bondad de Fabiola en el jardín. A un amigo querido lo que más le gusta del invento es la música de las cortinillas: temas pop o rock clásicos versionados por voces añoñadas. Parece que el producto funciona.

Conocí al inventor de la fórmula Bertín en una fiesta hace muchos años, cuando aún era director del canal autonómico y la crisis no había llegado a las televisiones. Era el tiempo en que el magazine vespertino insignia de la casa lo llevaba un tal Agustín Bravo (9.000 pavos el programa por cuatro días = 36.000 € a la semana = 144.000 € al mes). Durante la celebración conté un par de anécdotas a la concurrencia. El hombre me ofrecía una prueba: si hacía reír al público del programa durante cinco minutos (en su mayoría tercera edad de permanente lacada), tendría un espacio diario a 600 euros la sesión. 600 pavos por cuatro = 2400 € a la semana... 9600 al mes. No era el caché del presentador, pero superaba con creces al sueldo de granjero. Lo miré con la duda de si aquel ofrecimiento sería verdad. Reconozco que me fui a casa pensativo y con muchas preguntas; entre ellas, ¿cómo hacer reír a ese personal durante cinco minutos? Confiaba en el regidor y su cartel de “Aplausos”. Mejor no, me dije. Los que hayan tenido la oportunidad de ver la programación de cualquier autonómica habrán observado que su fundamento es el control de opinión (eso da igual que la tele sea local, nacional o galáctica), el entretenimiento de sal gorda y la ponderación de genio y folklore propios del territorio en cuestión hasta límites insospechados. En el momento que entraba el sol del show business por mi ventana, decidí continuar pobre, anónimo y entero.

Hoy me he encontrado a una conocida que se dedica a la copla. Me comenta que los bolos han disminuido pero que, de vez en cuando, Canal Sur le ofrece participar en algún programilla. “Gratis total”, me dice. Y añade: “¡Han esquilmao la copla y ahora van a por las sevillanas!” Ya superada la cuarentena largamente, me cuenta además que los jóvenes (productos televisivos de los que ella ya no puede formar parte) copan el mercado de las casetas municipales con el marchamo de “finalistas de Se llama copla” (un OT local para los que no habiten estos pagos sureños). Poco queda del pastel para las artistas de dilatada, aunque tímida carrera. El juvenilismo y la crisis también consume a la retaguardia del Parnaso folklórico. Me pregunto si el BCE estuvo al corriente del despilfarro de los años de Agustín Bravo y si este racaneo actual responde a un teórico pago de rescate. Me temo que no.

No quiero pensar cuál será el caché de Bertín y Fabiola. Miedo me da. Ni cuánto se lleva el ideólogo del programa (me pregunto también si habría la posibilidad de crear un Tribunal de la Haya para ajusticiar a directores de engendros televisivos como estos). Al menos esta vez paga una privada. Para próximas fritangas dejo un comentario sobre el caché del Nobel peruano Vargas Llosa: 60.000 pavos del ala por conferencia y postureo. Ya hablaremos.





De televisiones y sueños




Anoche caí durante unos minutos en el show de Bertín Osborne. Uno es débil a veces. Ya lo había visto de reojo cuando lo programaba TVE antes de su migración a una televisión privada. Ahora muestra el mismo formato, pero esta vez va acompañado de Fabiola Martínez, su mujer. Imagino cuánto querrán las feministas de este país a un tipo como Bertín; incluso, sin feminismos, imagino la opinión sobre el jerezano de aquellos que aún pueden medir con dos dedos su propia frente. El concepto es de aliño de caspa con un poco de ambiente tabernario: Bertín compadrea con “el hombre de la casa” (anoche el tenista Carlos Moyá) mientras su esposa conoce las dependencias del hogar (anti-VPO) de la mano de la “mujer de la casa” (la actriz Carolina Cerezuela). Ellos hablan de los logros profesionales; ellas, de los niños, las habitaciones (sin niños), los muebles, los colores de la pared, de lo que “me gusta tanto de ÉL”... Luego, en plan confidencia, se sientan en el jardín a hablar de trabajo y sentimientos. El montador del programa bascula entre el campechanismo de Bertín, siempre en un sofá, y la edulcorada bondad de Fabiola en el jardín. A un amigo querido lo que más le gusta del invento es la música de las cortinillas: temas pop o rock clásicos versionados por voces añoñadas. Parece que el producto funciona.

Conocí al inventor de la fórmula Bertín en una fiesta hace muchos años, cuando aún era director del canal autonómico y la crisis no había llegado a las televisiones. Era el tiempo en que el magazine vespertino insignia de la casa lo llevaba un tal Agustín Bravo (9.000 pavos el programa por cuatro días = 36.000 € a la semana = 144.000 € al mes). Durante la celebración conté un par de anécdotas a la concurrencia. El hombre me ofrecía una prueba: si hacía reír al público del programa durante cinco minutos (en su mayoría tercera edad de permanente lacada), tendría un espacio diario a 600 euros la sesión. 600 pavos por cuatro = 2400 € a la semana... 9600 al mes. No era el caché del presentador, pero superaba con creces al sueldo de granjero. Lo miré con la duda de si aquel ofrecimiento sería verdad. Reconozco que me fui a casa pensativo y con muchas preguntas; entre ellas, ¿cómo hacer reír a ese personal durante cinco minutos? Confiaba en el regidor y su cartel de “Aplausos”. Mejor no, me dije. Los que hayan tenido la oportunidad de ver la programación de cualquier autonómica habrán observado que su fundamento es el control de opinión (eso da igual que la tele sea local, nacional o galáctica), el entretenimiento de sal gorda y la ponderación de genio y folklore propios del territorio en cuestión hasta límites insospechados. En el momento que entraba el sol del show business por mi ventana, decidí continuar pobre, anónimo y entero.

Hoy me he encontrado a una conocida que se dedica a la copla. Me comenta que los bolos han disminuido pero que, de vez en cuando, Canal Sur le ofrece participar en algún programilla. “Gratis total”, me dice. Y añade: “¡Han esquilmao la copla y ahora van a por las sevillanas!” Ya superada la cuarentena largamente, me cuenta además que los jóvenes (productos televisivos de los que ella ya no puede formar parte) copan el mercado de las casetas municipales con el marchamo de “finalistas de Se llama copla” (un OT local para los que no habiten estos pagos sureños). Poco queda del pastel para las artistas de dilatada, aunque tímida carrera. El juvenilismo y la crisis también consume a la retaguardia del Parnaso folklórico. Me pregunto si el BCE estuvo al corriente del despilfarro de los años de Agustín Bravo y si este racaneo actual responde a un teórico pago de rescate. Me temo que no.

No quiero pensar cuál será el caché de Bertín y Fabiola. Miedo me da. Ni cuánto se lleva el ideólogo del programa (me pregunto también si habría la posibilidad de crear un Tribunal de la Haya para ajusticiar a directores de engendros televisivos como estos). Al menos esta vez paga una privada. Para próximas fritangas dejo un comentario sobre el caché del Nobel peruano Vargas Llosa: 60.000 pavos del ala por conferencia y postureo. Ya hablaremos.





domingo, 4 de septiembre de 2016

Profilaxis turística al rescate de las Humanidades



Salgo a tirar la basura de noche. El paseo hasta el contenedor es corto, pero hay que sortear varios peligros: cacas de can, dos pasos de cebra en curva y oscuros, más caca de can, restos de vidrio, los filos sobresalientes y afilados de las chapas donde se acomodan las bocas de los contenedores y el ambiente mundano que a veces surge de unas casas unifamiliares cuyo diseño algún prohombre trazó en una servilleta llena de aceite. No es mucho. Con unos buenos zapatos y el corazón desconectado se llega sin problemas. Pobre del que no desenchufe y se calce unas buenas botas.

La semana pasada asistí de refilón a la animada refriega de unos vecinos. En la parte derecha del ring, unos padres amantísimos (50 y tantos) hacían de clac a un pollo de tupé futbolístico, gym e impetuosa lengua; en la izquierda, una señora (cuarenta y tantos) con voz apagada pero llena de razón se envalentonaba con el móvil en la mano. “¡Llama tú, hija de puta. Si no llamas tú, llamo yo, capulla!”, gritaba el joven en clara referencia a la policía. Su madre apoyaba al brioso muchacho: “¡No te vayas a pasá ni una mijita. Que eres mu perrrrrra!”. Por lo que pude inferir, la trifulca se había iniciado porque el adonis de urbanización se había pasado el vado permanente de la señora por los bajos. Dos hermosos cuatro por cuatro pugnaban enfrentados silenciosamente en la puerta de cada casa. Huí pensando en que a simple vista eran seres que pertenecían a mi misma especie social (más o menos: sus hogares calculo que valen 100.000 pavos más que el mío), hacíamos la compra en los mismos sitios y dormíamos, lo más probable, en el mismo lado de la cama. Pero lo visión de aquella escena me helaba la sangre por su fluidez y naturalidad.

A veces nos da por pensar de manera ingenua (casi por comodidad) que tenemos los mismos hábitos e intereses que nuestros vecinos. No es así. Una madre de mi urbanización, culta y preocupada por el futuro del mundo, me decía ayer que le indignaba que hubiera gente que no supiera qué tipo de gobierno tiene su país o cuándo comenzó la 2ª G.M. “El fin de las Humanidades”, admitía. Estábamos su padre, su marido y yo mismo en las inmediaciones del parque del barrio. Yo, puestos a pedir, le contesté que en el fondo me daba igual lo de la cultura general; que apreciaba más la buena educación (aunque no se supiera quién había sido Valle-Inclán) que la cultura. Como veía que no la convencía recurrí a la exageración. Le propuse que todo aquel individuo que se propusiera hacer un crucero, por ejemplo, habría de pasar un cuestionario: “Qué le mueve a realizar este viaje?, ¿qué conoce de las islas que pisará?, ¿quién fue Safo de Lesbos?, ¿cuántos habitantes reales tiene Venecia?, ¿tres películas clásicas ambientadas en el Mediterráneo?, ¿Etimología latina de la palabra Capri?”. Aquel que no pasara un 75% de las cien preguntas no podría embarcar de ningún modo. Un turismo de élite cultural que evitaría la aglomeración y la chancla, el hundimiento real y metafórico de La Serenissima, las meadas de urgencia en la parte de atrás de restos arqueológicos, las visitas de supermercado al Louvre o el reguero de latas de coca-cola en espacios públicos. Le hizo tanta gracia la medida a mi vecina que comenzó a plantearse hasta el nombre de la agencia.



Anoche cuando salí a tirar la basura, entre los cañizos de una de esas casas de hipotecas a 40 años, escamoteé una conversación entre uno que le pegaba la turra a otro, un pobre incauto que no hablaba. El “conferenciante” tenía un acento de sureño oriental: “Hay tres preguntas fundamentales para el Ser humano: ¿De dónde venimos?, ¿dónde estás? (sic) y ¿adónde vamos?”. Seguí caminando con ganas de volver y seguir oyendo esta trascendental intervención. Lo hice, con la pena de no poder sentarme a poner la oreja de verdad. “El primitivismo religioso es inaceptable”. Ahí acabó todo para mí. Desanduve el camino (mojones caninos, publicidad del Carrefour regada por acera) escrutando la noche y pensando en cuántos de esta ciudad-nicho pasarían el examen para el crucero. Eso sí que supondría el rescate de las Humanidades en el más amplio sentido de la palabra.

viernes, 2 de septiembre de 2016

La distancia médica y lo que nos espera



Hace unas semanas, mi amigo Alfonso Grueso se sorprendía en una mesa de desayuno con compañeros que de los diez que eran sólo él no tuviera seguro médico privado. Los tiempos vienen marcados por la novedosa superstición de la clase media: lo privado es mejor que lo público. Pero no es cierto. Tal vez habría que cambiar “mejor” por “rápido”. Incluso no sólo sustituir los términos sino directamente afirmar que lo privado es tan decepcionante como lo público. Claro que esta generalización recae sobre mis colegas de granja y sobre mí también. Posiblemente en toda la debacle pública aún permanezcan vivas ciertas islas de excelencia silenciosa que el sortudo se encuentra o el voluntarioso sabe encontrar.

Nuestro hijo nació en un hospital público. El trato de las matronas fue humanamente cercano y atento. La dilatación de su madre duró horas; en ningún momento hubo atisbo de cansancio o de dejadez. Incluso en el quirófano, cuando con el cambio de turno una nueva matrona asistió a mi mujer, el trato fue el mismo. La posición del niño requirió de la entrada en escena del escuadrón de la muerte: una ginecóloga titular colocaba a una ginecóloga joven en prácticas (cara maquillada hasta lo grotesco, con una mirada vacía, distante y sin emoción) en la tarea de sacar a este lado del mundo al pequeño. Unos individuos no identificados y con bata seguían los avances de la maniobra apoyados con desgana en la encimera de la sala. Cuando pregunté insistentemente que quién era el pediatra –sólo hubo presentación de las dos ginecólogas–, un tipo de aquellos me espetó de muy malas formas que me callara y que dejara trabajar. Salió Santiago inerte, con mucho esfuerzo por parte de su madre y con algo de carnicería vaginal por parte de la chica en prácticas. El crió exhaló al fin y rompió a llorar. Fue depositado en una camilla, bajo una lámpara calórica como las que hay en los puestos de comida de las ferias. Una señora se afanaba en buscar unas tijeras que no encontraba. Durante 4 minutos la lámpara fue el único contacto calórico del niño con el mundo. Finalmente, la buscadora de tijeras, cogió al niño y se lo acercó a la ginecóloga en prácticas que cosía a la madre: “dale tu er corte, niña, que hoy no encuentro na”.

Pienso que la distancia es el sustantivo con el que poder nombrar esta relación médico-paciente. Noto que a medida que el rango sanitario asciende, la flema crece, como si de un mal se tratara. En el período de gestación, tuve la ocasión de ver como el médico de cabecera de Libertad la atendía. Ya lo había observado antes alguna que otra vez: mirada clavada en el ordenador, preguntas administrativas, tecleo indolente, sello y ya está. No miró a la cara de la paciente, no auscultó, no usó el estetoscopio. Nada. El mundo contemporáneo se ha imbecilizado hasta tal punto que ha despojado el contacto físico y visual en tareas que desde siempre tenían como único método el mirar, el tocar y el intuir. La intuición se la hemos donado a los análisis clínicos. “Ver para creer” por “Tocar para intuir”. Combinando ambas se podría hacer magia.

Esta mañana hemos ido a una hospital privado. Unas grades puertas giratorias de cristal dan la bienvenida a los pacientes. La gente se acoda en un mostrador de hotel para ingresar con sus maletas Samsonite. La asepsia es total. La ginecóloga que atiende a la mamá de Santiago tampoco mira, sólo te despacha. Lee flemáticamente el resultado de los análisis de una mamografía (ecografía de mama ahora) y tarda más en completar el informe en la pantalla del ordenador que en mirar a su paciente. “Vuelva en un año”. La paciente le comenta que hay una amiga que se ha sometido a una operación estos días por un cáncer detectado en un chequeo rutinario en el trabajo. No habla, no siente, no dice nada. Sólo emite un leve graznido entre labios.

¿Y ahora qué? Una compañera de trabajo comentaba ayer que el trato del personal médico hacia funcionarios beneficiarios de seguro privado por Muface comienzan a ser algo displicente frente al que reciben los asegurados que pagan su cuota de manera privada. No es el caso de mi mujer. Dudo que haya una muesca invisible en la tarjeta de los funcionarios que los delate. Un colega dice que cuando llama a “Atención al cliente” de cualquier empresa para pedir algún servicio, si pone acento catalán, lo tratan mejor. En fin, todo es posible.


La semana pasada fuimos a ver a una osteópata infantil para que le mirara la clavícula que se fracturó Santiago al nacer. Menchu es, además, matrona. Le dedicó a nuestro hijo unas miradas, un tacto, unas palabras tan dulces como cualquier familiar realmente cercano. Lo acunó, lo auscultó, le practicó un pequeño masaje en todo su cuerpo. Santiago disfrutó de la consulta como sus padres. Menchu trabaja en una consulta privada. Las dos horas que estuvimos con ella costaron 50 euros, una nadería teniendo en cuenta el resultado. Medicina alternativa sería tal vez la etiqueta. Alternativa a la flema –producto de la distancia, la comodidad y el cansancio– de las pediatras que han visto a nuestro hijo desde que nació, más preocupadas en endilgar vacunas que en observar al niño en todo su ser. Ojalá la medicina que nos cobran (de una forma o de otra) el Estado y las aseguradoras privadas tuviera unas cuantas Menchus desperdigadas por ahí. Todo sería menos distante. Y, sí, amigo Alfonso, hay que resistir, pero también buscar.