La City vuelve a bombear
vida tras el verano. Bajé a la ciudad a que la doctora P. me
reconstruyera la pieza número 37. Antes de las vacaciones, me colocó
un empaste medicamentoso. Hoy me ha explicado (últimamente adopta un
claro aire de didactismo médico en sus intervenciones) que tal
emplasto lo inventaron los americanos para que los soldados metidos
en la selva vietnamita pudieran atender sus caries sin necesidad de
tener un equipo odontológico completo a mano. Pensé en Rambo.
Seguramente el lugar
donde mayor expresividad ocular desarrollemos sea en el dentista:
la doctora habla, monologa ante el silencio de su joven aprendiz, que
aspira con tino los deshechos que flotan por la saliva refleja que produce el paciente; habla, habla... Al paciente sólo le queda
asentir con la cabeza, dejar caer las pestañas o remover los ojos en
señal de no se sabe qué. Que si Vietnam, que si blablacar para ir
ayer a la playa con una amiga doctora a la que tampoco le apetecía
conducir, que si las llevó de ida un maestro la mar de simpático y
de vuelta las trajo un ingeniero informático... Todo es
agradablemente neutro en estos soliloquios de jeringa y lima en
ristre. La mujer cree por encima de todo que lo que mueve el procés
en Cataluña son las ganas de dinero. No pierde puntada para
caracterizarlos: “cuando voy a Barcelona de congreso médico, los
primeros que están en la sala de conferencia son los catalanes; los
primeros que se van y no salen con los compañeros son los catalanes.
Siempre están ahí. Son unos agonías”. El ataque contra los
catalanes (en su totalidad; aquí no hay ni buenos ni regulares ni
malos) lleva a ciertas personas a ir contra alguna de sus virtudes:
la seriedad y el trabajo. Me dice también que su hijo tuvo una novia
catalana y que sus padres eran (lo dice con extrañeza) gente muy
correcta y educada. Todo esto me sorprende, la verdad. Convivo con
nacionalistas gran parte del año (gallegos, esos tan simpáticos que
parecen que ni siquiera tienen señas identitarias de nación) y
también son gente correcta, educada, seria y trabajadora. A la sazón
son los abuelos de nuestro hijo Santiago.
Antes de salir de la
consulta, me guiña un ojo y me dice que la de ahora, la novia de su
vástago, es tailandesa. Parece que así la cosa es menos
problemática. Tal vez no sepa que existe un turismo dental al Reino de Siam que está vaciando las consultas de occidente.
Me marcho. Voy al frutero
Marcelo, rumano afincado en La Algaba y gran descriptor del producto
que vende. Como sabe de mi debilidad por las naranjas, siempre que
paso por allí, me hace un rápida relación de procedencia, sabor y
durabilidad de las que me llevo. Hoy eran de Portugal. “Muy ricas.
Ya hay un tío en Guillena que las está cogiendo verdes para
madurarlas en cámaras y venderlas antes y más caras. La gente
flipa”. Me lo dice con su acento chispeante de rumano de La Algaba.
No voy a decir nada al respecto porque es zafiamente simple, pero
comparen el párrafo de arriba sobre los catalanes (y otras formas de vida) y este otro del
prohombre naranjero. Nada más, jóvenes. Good night.
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