Me
pregunto si todos las poblaciones con castillos medievales se ven
impelidas por alguna extraña razón a celebrar fiestas históricas
por toda la geografía del país. Las épocas remotas parecen que se
han convertido en una forma de hacer caja para pueblos con monumentos
de este tipo. Por lo que observo, alrededor de todo este entramado de
festividades, están apareciendo igualmente actividades vinculadas a
la espectacularización de la historia. El otro día fuimos a
Alanís de la Sierra, pueblo con castillo, claro, que desde hace años
festeja su pasado medieval. Paseando por las callejas donde se
vendían juguetes de madera, jarras de cristal talladas (escudos de
equipos de fútbol, nombres de enamorados, perfiles de gente
famosa...), productos cosméticos y otros cachivaches bastante
apartados en el tiempo de la vida del medievo, acabé reparando en un
improvisado corralillo compartimentado donde se hacinaban gallinas y
patos, donde una cabra africana hacía compañía a una cobaya
gigante enjaulada y donde una mofeta levantaba el rabo
inofensivamente. Supuse que todo ello formaba parte de la tramoya de
las fiestas. A cargo del tenderete había un tipo de unos veintipocos
años con gafas demodé. Iba ataviado a la usanza medieval, luciendo
en el pecho una cruz de Calatrava. El colega se dejaba los dedos y
los ojos en el móvil mientras que, de vez en cuando, levantaba la
vista y le decía a los curiosos que se apoyaban sobre los corrales:
“No apoyyarrrrrsssse en la maderita, hasé er favó”. Como mi
hijo se entretenía con la cabra, pegué la hebra con el muchacho.
Para mi tranquilidad, me aclaró que la mofeta estaba operada. Me
dijo también que formaba parte de la Orden de Caballeros de
Calatrava de Alcaudete (Jaen), que él estaba allí para hacer un
favor, pero que a lo que realmente se dedicaba era a escenificar
combates medievales con sus colegas. Todos ellos se habían entregado
al estudio concienzudo de las obras y milagros de los componentes de
la Orden y habían logrado gran verismo, tanto en la vestimenta como
en la usanza. El colega se animó y me enseñó un vídeo en el
teléfono donde se veía a cuatro tíos pegándose espadazos ante un
nutrido corro de personas en bermudas y chanclas. “Nos damos
hostias de verdad, sin ensayá ni ná. Eso es lo que más le flipa a
la gente. Yo un día tuve un esguinsse en la muñeca de una
buena hostia. Sólo nos decimos, a lo mejor, que nos vamos a partir
un vaso o una botella sobre la armadura y ya está”. No tenía
tarjeta, pero sí facebook (Calatravos de Alcaudete). Allí podría
ver yo todo lo que hacían. Me marché pensativo.
Al día
siguiente fuimos a una playa fluvial en San Nicolás del Puerto. En
la orilla, un pollo de la misma edad que el anterior, pero de mejor
porte, charlaba en inglés con una joven. El acento era bueno, pero
el contenido de la charla era un poco de comadre: hablaba sobre su
abuela, su madre y sus primos. La conversación de comadre hacía las
delicias de la chica. El hombre resultó ser de Sevilla; ella,
australiana. A unas lugareñas que se habían admirado en voz alta de
su facilidad de lenguas les aclaró que sus niños iban a tener mucha
suerte con los coles bilingües, que él se lo había tenido que
“buscar p´atrás”, sólo, y que gracias a eso, tal como le
supusieron las señoras, había conseguido una novia extranjera.
Por la
noche volví a pensar en el Caballero calatravo y en el hermoso
angloparlante. Me llamaba la atención cómo el esfuerzo, enfocado
hacia un fin u otro, podía dar frutos tan variados. Ambos eran
felices con sus logros, ambos habían puesto todo su afán en
conseguir sus metas de juventud, pero el calatravo me pareció una
víctima del rol y el otro, el hombre que todos estamos esperando que
llegue. De todas formas, le compré una espada a nuestro hijo, porque
nunca se sabe cómo se puede salvar el mundo. Algunos piensan que el
inglés es la puerta. Al menos, con la espada, aún tenemos a mano todos los sueños.
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