martes, 18 de julio de 2017

El gratis total


El enemigo del decoro y el saber estar es lo gratis. Recuerdo que en mi niñez vi a un hombre pelarse vivo contra unas piedras ostioneras mientras pugnaba por hacerse con una pelota de plástico lanzada desde un avión en una playa del Puerto de Santa María. Decenas de curiosos con cara de circunstancia se arremolinaron en torno del herido. El hombre no paraba de gritar “¡la pelota, cojones, la pelota, que es mía!”. En la presentación de un libro de poemas de un notario donde se había dado cita la crema de la burguesía de la ciudad observé, no sin cierto asombro, cómo señoras de porte aristocrático se tiraban a las bandejas de jamón como el que se agarra a un precipicio desde el que caerá irremediablemente. Piensen en todos los objetos entregados en la calle con carácter publicitario y rían conmigo: abanicos, yoyós, botellas de agua, pegatinas, gorras, camisetas, pósters, lápices (la manita introducida en la caja de lápices de Ikea cogiendo un manojo de ellos), leche, agendas, peines, sardinas, pruebas de perfume, vasos de gazpacho, condones, toallas, platos de paella, gafas de sol, parasoles de cartón, DVDs promocionales, posavasos, etc. El nerviosismo que asiste a los individuos que hacen cola en estas ceremonias del gratis total resulta desasosegante por lo que tiene de primitivo.

Hace unos meses, la empresa Amazon instaló veinte metros de estanterías en una famosa plaza de la ciudad. En ellas se exhibían libros que estarían a disposición de los lectores que quisieran hacer el trueque por algún ejemplar de su propiedad. Mi colega José María, profesor de inglés y hombre preocupado por asistir a sus alumnos rurales de las heridas del amontonamiento cerril y la incultura, promovió una excursión a tan magno evento para ver la monumental plaza y, de paso, observar de cerca qué era eso del cambio de libros. Las colas daban la vuelta al lugar. Saliendo de la turbamulta de ávidos lectores trocadores de libros se topó con una compañera de Química: “¡Mira, mira, dos libros me he pillado cambiándolos por otros antiguos de mis niños que no valían pa na”. Esa ufanía animal de una señora supuestamente instruida lo dejó perplejo, sobre todo porque lo que se llevaba eran dos volúmenes de grueso veraniego autoeditados por Amazon y de autores desconocidos. Sus alumnos se desilusionaron al ver que sería imposible llegar al meollo. Como noticia consolatoria les apuntó que aquel individuo melenudo que paseaba un carrito de bebé junto a una mujer era el afamado guionista de películas como Grupo 7 o La isla mínima. No las habían visto; ni siquiera les sonaban, pero el hecho de que aquel tipo hubiera sido tocado por la caprichosa varita de la fama los obligaba a hacerse una foto con él gratis total. Su profesor los disuadió.


Lo gratis esconde la esencia del engaño, de lo fácil y de la animalización por lo que de irreflexivo tiene. El turismo masivo, la adoración de la fama a cualquier precio y sin conocimiento de causa, el acogimiento de lo gratis como forma natural de vida, reducen el pensamiento y nos precipita al torbellino de las fotos con desconocidos famosos. Huyan de todo esto y escóndanse en la selva. Allí todo y nada es gratis, como en el cielo de los justos. Good night, my friends.

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