Es de suponer que Jim
Morrison se pegó unas cuantas buenas hostias a lo largo de su
carrera cabalgando en la tormenta. El que esto escribe, emulando al
niño de New Haven, se dio el otro día un excelente castañazo
mientras interpretaba “L.A. Woman” en Cortelazor. Cuando bajé
del escenario a montar en el punteo nuestra clásica “sardana
doorica” con el público,
metí el pie en una alcantarilla depresiva y me jodí el tobillo. La
excitación del momento, los litros de cerveza y la amenaza de un
lugareño (“como dejéis de tocá, os riego con una manguera a los
cinco y os queáis ahí pegaos, hijosdeputa”) hizo que el percance
fuera inapreciable. A la mañana siguiente, la cosa ya pasó a morado
claro con evidente tendencia al oscuro.
Tras la insistencia de mi
amantísima –a pesar de mi descreimiento en el oficio médico que
actualmente se dispensa en clínicas privadas o/y públicas–, pedí
cita en un templo sanitario cercano de la cadena de medicina rápida
Quirón. Tratándose del nombre de un centauro sabio al que Rubén
Darío puso en sus labios versos tan de buen augurio (“Calladas
las bocinas a los tritones gratas,/ calladas las sirenas de labios
escarlatas,/ los carrillos de Eolo desinflados, digamos/ junto al
laurel ilustre de florecidos ramos/ la gloria inmarcesible de las
Musas hermosas/ y el triunfo del terrible misterio de las cosas”),
allá me encaminé con el alma llena de canciones.
La
profilaxis ambiental es el signo de nuestro tiempo. En una sala de
espera bien acondicionada y con aire fresco me senté a aguardar la
llamada beatífica del doctor. Observé que una hilera de hormigas
desfilaba bajo los asientos que tenía enfrente. Se topaban con
zapatos castellanos de antifaz sin calcetines, zapatillas de esparto
y otros calzados en la línea “concierto de julitoiglesias”. Una
médica con impostado acento de ninguna parte se daba aires de no sé
qué cosa hablando con unos pacientes que se iban. Una máquina de
café languidecía bajo una pantalla que emitía imágenes autobombo
de la cadena. Pacientes de rostro pseudoborbónico conversaban
flemáticamente. Noté que las distancias entre asientos eran, de la
misma manera, profilácticas: el miedo de la clase media con ínfulas
al contacto físico se ve contrarrestado por este nimio detalle de
calidad. Las hormigas continuaban procesionando. Entra un matrimonio
joven. Él, mata de pelo encrespado que no para de sobarse con una
mano abierta en la que luce el pelucón planteado de marras y unas
cuantas pulseras de hilo que bailan al ritmo del reloj; ella, vestido
lánguido y estudiadamente casual. Una tal Guillermina entra en la
consulta 4. La pantalla muestra ahora una noticia flaubertiana que me
recuerda al pobre Charles Bovary y su operaciones bienintencionadas
como médico de provincias: “la clínica ha practicado con éxito
una operación a un deportista de élite en una de sus piernas”.
Sale Guillermina. Tras ella, el médico que la ha atendido, que se
pone a hablar con el chico que atiende las llamadas y a los que
llegan. Habla de dinero entre dientes pero con cierto tono procaz.
Una de las señoras que aguarda su turno pega la oreja y se incomoda.
Los médicos son sesentones y las médicas treintañeras.
Todo
el mundo se ha ido. La cita lleva un retraso de una hora y cinco
minutos. El joven recepcionista resopla. Soy el último individuo que
departirá durante los cinco (?), diez (?), quince (?) últimos
minutos con el doctor. Sale una señora. Me llaman. Un médico
sesentón que me advierte que él no tiene ninguna prisa me pregunta
que qué me pasa. Le explico. Me ausculta desde mi silla. Me toca.
“¿Le duele?”. Le digo que se puede soportar. “Mire, si yo
tuviera aquí material o estuviera el ATS, se lo escayolaría, pero
no puedo. Váyase a urgencias del NISA y que le hagan una
radiografía. Eso, con escayola, son quince días; sin ella, mes y
medio”. El tipo se queda tan pancho. Han pasado exactamente cuatro
minutos. Me voy rumiando ya esta fritanga claro.
Creo
que ya he dejado entrever alguna vez mi opinión sobre la medicina
que se practica en muchos centros del país. Desde hace años, no me
he topado con un facultativo (de la seguridad pública o de la
privada) que haya puesto algo de empeño o cariño en lo que estaba
haciendo. Lo único que diferencia un medio de otro es lo novedoso de
los edificios y la limpieza. La velocidad se muestra como un enemigo
tanto por lo mucho (se ventila al personal rápidamente en ambas) o
por lo poco (las listas de espera se eternizan en lo público). Por
cierto, con la pomada homeopática Traumeel y árnica montana 9CH
(ambos remedios nunca los recetaría un médico al uso) la cosa va
mejorando. Ya os voy contando. Besos y mucho The Doors.
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