martes, 11 de julio de 2017

Medicina para cantantes


Es de suponer que Jim Morrison se pegó unas cuantas buenas hostias a lo largo de su carrera cabalgando en la tormenta. El que esto escribe, emulando al niño de New Haven, se dio el otro día un excelente castañazo mientras interpretaba “L.A. Woman” en Cortelazor. Cuando bajé del escenario a montar en el punteo nuestra clásica “sardana doorica” con el público, metí el pie en una alcantarilla depresiva y me jodí el tobillo. La excitación del momento, los litros de cerveza y la amenaza de un lugareño (“como dejéis de tocá, os riego con una manguera a los cinco y os queáis ahí pegaos, hijosdeputa”) hizo que el percance fuera inapreciable. A la mañana siguiente, la cosa ya pasó a morado claro con evidente tendencia al oscuro.

Tras la insistencia de mi amantísima –a pesar de mi descreimiento en el oficio médico que actualmente se dispensa en clínicas privadas o/y públicas–, pedí cita en un templo sanitario cercano de la cadena de medicina rápida Quirón. Tratándose del nombre de un centauro sabio al que Rubén Darío puso en sus labios versos tan de buen augurio (“Calladas las bocinas a los tritones gratas,/ calladas las sirenas de labios escarlatas,/ los carrillos de Eolo desinflados, digamos/ junto al laurel ilustre de florecidos ramos/ la gloria inmarcesible de las Musas hermosas/ y el triunfo del terrible misterio de las cosas”), allá me encaminé con el alma llena de canciones.

La profilaxis ambiental es el signo de nuestro tiempo. En una sala de espera bien acondicionada y con aire fresco me senté a aguardar la llamada beatífica del doctor. Observé que una hilera de hormigas desfilaba bajo los asientos que tenía enfrente. Se topaban con zapatos castellanos de antifaz sin calcetines, zapatillas de esparto y otros calzados en la línea “concierto de julitoiglesias”. Una médica con impostado acento de ninguna parte se daba aires de no sé qué cosa hablando con unos pacientes que se iban. Una máquina de café languidecía bajo una pantalla que emitía imágenes autobombo de la cadena. Pacientes de rostro pseudoborbónico conversaban flemáticamente. Noté que las distancias entre asientos eran, de la misma manera, profilácticas: el miedo de la clase media con ínfulas al contacto físico se ve contrarrestado por este nimio detalle de calidad. Las hormigas continuaban procesionando. Entra un matrimonio joven. Él, mata de pelo encrespado que no para de sobarse con una mano abierta en la que luce el pelucón planteado de marras y unas cuantas pulseras de hilo que bailan al ritmo del reloj; ella, vestido lánguido y estudiadamente casual. Una tal Guillermina entra en la consulta 4. La pantalla muestra ahora una noticia flaubertiana que me recuerda al pobre Charles Bovary y su operaciones bienintencionadas como médico de provincias: “la clínica ha practicado con éxito una operación a un deportista de élite en una de sus piernas”. Sale Guillermina. Tras ella, el médico que la ha atendido, que se pone a hablar con el chico que atiende las llamadas y a los que llegan. Habla de dinero entre dientes pero con cierto tono procaz. Una de las señoras que aguarda su turno pega la oreja y se incomoda. Los médicos son sesentones y las médicas treintañeras.

Todo el mundo se ha ido. La cita lleva un retraso de una hora y cinco minutos. El joven recepcionista resopla. Soy el último individuo que departirá durante los cinco (?), diez (?), quince (?) últimos minutos con el doctor. Sale una señora. Me llaman. Un médico sesentón que me advierte que él no tiene ninguna prisa me pregunta que qué me pasa. Le explico. Me ausculta desde mi silla. Me toca. “¿Le duele?”. Le digo que se puede soportar. “Mire, si yo tuviera aquí material o estuviera el ATS, se lo escayolaría, pero no puedo. Váyase a urgencias del NISA y que le hagan una radiografía. Eso, con escayola, son quince días; sin ella, mes y medio”. El tipo se queda tan pancho. Han pasado exactamente cuatro minutos. Me voy rumiando ya esta fritanga claro. 


Creo que ya he dejado entrever alguna vez mi opinión sobre la medicina que se practica en muchos centros del país. Desde hace años, no me he topado con un facultativo (de la seguridad pública o de la privada) que haya puesto algo de empeño o cariño en lo que estaba haciendo. Lo único que diferencia un medio de otro es lo novedoso de los edificios y la limpieza. La velocidad se muestra como un enemigo tanto por lo mucho (se ventila al personal rápidamente en ambas) o por lo poco (las listas de espera se eternizan en lo público). Por cierto, con la pomada homeopática Traumeel y árnica montana 9CH (ambos remedios nunca los recetaría un médico al uso) la cosa va mejorando. Ya os voy contando. Besos y mucho The Doors.

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