Estuve en Cádiz. Concretamente en la playa de La Caleta, un milagro pop donde se hacinan humanos locales y algún que otro extranjero encantado de participar de ordalías veraniegas. Como mi mujer es de un optimismo radical, allí que nos fuimos desde la City a intentar dejar el coche justo al lado de donde hincaríamos la sombrilla. Así fue. Cuando ya me disponía a pagar el óbolo del turista eventual con coche en el aparcamiento del hombre del saco, apareció un tipo sin cuello y un macuto en bandolera del año de la canuta preguntándonos que si íbamos a aparcar. “Saco un coche un poco más adelante”. Lo seguimos durante tanto rato, que al final lo invitamos a subir a nuestro auto. Un ángel caído del cielo, el señor.
Los gaditanos son gente
hecha de otra pasta. Acogen con tanto entusiasmo las modas globales
que éstas parecen salidas de las entrañas de su misma ciudad. Vimos
una boda donde unos cuantos tipos lucían pajaritas y peinados
ochenteros sin ningún tipo de complejo ni detalle que hiciera dudar
sobre la paternidad del estilo. Pero lo que realmente me dejó
pensativo y alucinado fue el mundo del tatuaje caletero. Puedo
afirmar que en mi vida había visto una exhibición de tatuajes con esa
profusión. También diré que han recogido el testigo de esta moda
con poca gracia, al mogollón cerril, aunque esto, hoy día, es casi
universal en el primer mundo.
La factura de estos dibujos no me plantearon ninguna desazón; más bien me desasosegaban los temas: un cuarentón de ortodoncia tardía exhibía formas tribales que ribeteaban el nombre Trini o Saray (¿madre y mujer?, ¿mujer e hija?, ¿ex y actual pareja?); un hombre lucía en sus pectorales las caras de los dos hijos pequeños que él mismo paseaba por la playa de la mano; leyendas y frases hechas con caligrafía de cuadernillo rubio; alas en los tobillos a modo del divino Mercurio (sólo por la parte de fuera, lo cual es dato indicador de que el asunto está vaciado de significación y es mera decoración de cara a la galería; uno se pone las alas en condiciones); iniciales indescifrables; caras de abuelas o madres difuntas a la espalda; jardines orientales; escenas de artes marciales; mujeres japonesas de abanicos "locomíanicos"; nombres masculinos a modo de camiseta de fútbol a la espaldas de muchachos atléticos ("Carlos" en letra semigótica)... Todo este popurrí de tintas me dejó exhausto, descreído del buen gusto y de la salvación del planeta.
La factura de estos dibujos no me plantearon ninguna desazón; más bien me desasosegaban los temas: un cuarentón de ortodoncia tardía exhibía formas tribales que ribeteaban el nombre Trini o Saray (¿madre y mujer?, ¿mujer e hija?, ¿ex y actual pareja?); un hombre lucía en sus pectorales las caras de los dos hijos pequeños que él mismo paseaba por la playa de la mano; leyendas y frases hechas con caligrafía de cuadernillo rubio; alas en los tobillos a modo del divino Mercurio (sólo por la parte de fuera, lo cual es dato indicador de que el asunto está vaciado de significación y es mera decoración de cara a la galería; uno se pone las alas en condiciones); iniciales indescifrables; caras de abuelas o madres difuntas a la espalda; jardines orientales; escenas de artes marciales; mujeres japonesas de abanicos "locomíanicos"; nombres masculinos a modo de camiseta de fútbol a la espaldas de muchachos atléticos ("Carlos" en letra semigótica)... Todo este popurrí de tintas me dejó exhausto, descreído del buen gusto y de la salvación del planeta.
Hay gente que me pregunta
qué tengo en contra del tatuaje. Me he llevado un buen rato buscando
un artículo que leí hace años de Sanchez Ferlosio al respecto para
usarlo como respuesta, pero no he dado con él. El tatuaje es una
moda falaz: se ha propagado con la falsa ilusión de individualizar
al ser humano y presentarlo mudamente en sociedad. El tatuaje habla por mí, aunque yo no sé qué es mi tatuaje ni de dónde procede en muchos casos. De todo el personal que he
visto y he oído esta tarde pienso que pocos serían capaces de
situar en un eje crono-topológico el origen del tatuaje, ni tampoco aclarar a qué cultura se debe el tipo de dibujo que decora su espalda. Se
trata de un alarde de exhibición casi animal por su mudez: digo quién soy con un dibujo de plantilla o de calco. Basta con
eso. De todas formas, puestos a entender, entiendo más al de la
abuela o los dos hijos que al del trisquel celta; al menos aquellos
tienen un vínculo personal con lo que muestran. Puedo llegar a comprenderlo como una manifestación de vidas excesivas (no sentimentaloides) como el que se tatúa cual emblema su perra vida en la trena. Éste resulta más comprensible que el tatuaje como una forma de bizantinismo huero y autocelebratorio. En muchas ocasiones, el tatoo ha estado ligado a culturas ágrafas (a excepción de la japonesa o la egipcia), se ha vinculado con ritos de paso, transformaciones o creencias mágicas. ¿Con qué se vincula hoy día? ¿La gente aparece en los tanatorios con camisetas de sisas y pantalones cortos para mostrar sus respetos al muerto y así de paso también su moko maorí? Puestos a seguir con los perdonables, incluso los de Saray y Trini también son comprensibles en una sociedad como la nuestra, dada a exhibiciones sentimentales sin apuro alguno.
La esencia misma de esta moda quiere romper con lo consustancial de todas las modas; es decir, con su cualidad de moda pasajera y efímera. El mundo contemporáneo es tan volátil en sus gestos que es probable que dentro de unos años la moda y, por ende, el negocio, sea borrar tatuajes. Hasta entonces, aguanten. Si ya lo tienen, disfruten de él. Ahora, tatuados, disparen.
La esencia misma de esta moda quiere romper con lo consustancial de todas las modas; es decir, con su cualidad de moda pasajera y efímera. El mundo contemporáneo es tan volátil en sus gestos que es probable que dentro de unos años la moda y, por ende, el negocio, sea borrar tatuajes. Hasta entonces, aguanten. Si ya lo tienen, disfruten de él. Ahora, tatuados, disparen.
Nadie escarmienta por cabeza ajena
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