Una vez, cuando la masa democrática autóctona aún no se había engolosinado por los cruceros, he de reconocer que estuve en uno de ellos. El Adventure of the seas (por aquel entonces el barco más grande del mundo en su especie) partía del Viejo San Juan de Puerto Rico y recorría durante una semana algunas migajas del archipiélago de las Antillas Menores. Para otra fritanga dejo la suculenta narración del viaje. Lo que me interesa ahora es relatar cómo unos de los recuerdos que obtuve de aquel periplo, al cabo de los diez años, me ha procurado un día medianamente aciago.
Uno de mis acompañantes dentro del Adventure, conocido en las islas por ser el único comerciante de gomas de borrar en todo el territorio, lucía una noche una hermosa guayabera con unos bordados finísimos y unas pinzas a la espalda de pura etiqueta tropical. Viendo el amable señor que un ibérico celebraba con tanto halago la prenda, cuando llegamos a Saint Thomas, bajó del crucero y buscó en su habitual proveedor de guayaberas una para moi. Corrían buenos tiempos para el busto estilizado en mi persona y, aun siendo algo ajustada, pude vestirla durante algunas temporadas.
Los estragos de la edad, la afición a libar cervezas y la profusión de barbacoas pre-veraniegas llevan años sin permitirme exhibir tan querido regalo, apreciado por los recuerdos que me trae y porque tengo a la isla entre uno esos lugares míticos a fuer de detalle íntimo: Saint Thomas es uno de mis temas preferidos del saxofonista Sonny Rollins. Con ganas de enmendarme y volver al silfidismo veraniego, he optado por salir en bicicleta a recorrer los parques de las banlieues y alejarme así del sofocante calor citadino. Con estas incursiones he descubierto el bello parque vecino a la banlieu de Saint-Jérôme (Parque del Alamillo junto a San Jerónimo para mis courbanitas). La mañana de hoy era fresca. Al internarme en la floresta boscosa, sorprendí (eran las 8 de la mañana y no había nadie por allí) un grupo de conejos agazapados en la hierba que cuando vieron doblar la curva al túnido en velocípedo echaron a correr. Me sentí, con la luz dorada del amanecer, como Robert Redford y Meryl Streep sobrevolando manadas de antílopes en Kenia. Luego enfilé una larga avenida para recorrer una tarima flotante que han colocado a ras del río y que siempre me trae a la mente Brighton. Matices de esmeralda y de glauco, con el sol rielando sobre la superficie ondulante de un río desperezándose con la ayuda de remeros madrugadores. La mañana era perfecta. Los álamos ribereños acompañaban mis pedaleos hasta casa, cuando en un paso de cebra una señora con su coche me ha llevado por delante de manera aparatosa. Para mañana dejo la relación impagable de los hechos que se sucedieron desde ese momento. Estoy bien. Magullado, pero vivo.
Cómo estás, Buen Manolo?! En ascuas nos tienes. me quedo con tu última frase.
ResponderEliminarUn abrazo.