Estuve en Madrid. Un rato
apenas, lo justo para registrar los colores pastel de la vida
contemporánea. La bella y amable Monique me dejó de nuevo instalar
mi humanidad en ese piso compartido con otras cuatro chicas. Cuando
llegué, una de ellas estaba en la cocina pimplándose una botella de
Rioja en un gesto autocelebratorio de arquitecta premiada. Su estudio
había ganado un concurso para construir en Qatar una expo olímpica
de 4000 metros cuadrados donde se diera nota de qué fueron y podrían
ser los Juegos Olímpicos costeados por petrodolares en el espacio
tan remoto como hortera de Qatar. Me dio la impresión de que la
joven intentaba beber para olvidar. No me extrañó.
Por la mañana, salí
temprano para coger el metro y surcar la periferia. En el frío
galáctico del amanecer, vi imágenes horrendas de lo que muy pronto
ocurrirá (si es que no ocurre ya) en las ciudades de provincia por
pura mímesis: dos jóvenes se dedicaban a recoger botellas
abandonadas de un botellódromo improvisado al lado de la Puerta
de Hierro, mientras que el servicio de limpieza hacía lo propio a
escasos metros. Alcohol de segundo buche, pues en su búsqueda
cataban con desgarbada postura los elixires de los malos cálculos y
el hartazgo de adolescentes que beben maquinalmente por no caer en la
cuenta de que la vida de ahora ya emborracha por sí sola. En el
metro seguí observando cual entomólogo las pequeñas vidas de mis
congéneres. Al igual que existía un alcoholismo de segundo buche,
también, en las entrañas del metro, existían otras manifestaciones
del frío espiritual que recorre Occidente. Determiné que hay una
forma de amor no catalogada en las bibliografías al uso y que podría
denominarse Amor de Prosegur.
Hombres desfondados humanamente, seguratas
a 700 pavos brutos el jornal, requebrando todas las mañanas a
limpiadoras y taquilleras igualmente hastiadas.
Camino
de Las Rozas, se me ofrecieron vistas del show business
favorito de hace una década: el hormigón podrido de urbanizaciones
a medio hacer, las soledades del piso piloto y el eco demente de las
obras sin finalizar. Menos mal que Guadarrama estaba nevada a lo
lejos y que el sol escamoteaba estas visiones de arquitectura fallida
con sus caprichosos juegos en la niebla.
Amigos,
vivir en la City tiene sus mermas, pero creo que aún, como decía mi
amiga Geraldine de sus paisanos parisinos, aún no tenemos la cara
cuadrada de los habitantes de las grandes urbes. Vayan a Madrid con
el firme propósito de disfrutar, pero también de volver. Salud.