La intrahistoria de las
ciudades se escribe en los bares, en los parques y en los descampados
donde los enamorados se cuentan anteproyectos de sueños especiosos
que tomarán la consistencia amarga de la realidad en cuanto dejen de
besar sus cuellos y pisen el suelo de los días. Ayer, acodado en la
barra de un bar, el azar me regaló en amable sinfonía morse unos
destellos del tiempo en el que vivimos. La ocasión me brindó
coincidir con una veterinaria naturópata, un trasegado hombre de
negocios (gordo, con eccemas en la cara y la dentadura tan negra como
mi reputación) y una vidente. A esta última la había visto ya en
un canal local donde se combinan la cartomancia, la teletienda y el
porno de madrugada. Me costó saber quién era. Me sonaba la cara,
pero ella no paró de inventar situaciones posibles en las que nos
hubiéramos podido conocer hasta que la veterinaria, una vez que la
vidente se metió en el aseo, cantó. Despejado el enigma de su
procedencia, la mujer me narró que había dejado la tele por motivos
económicos, pero que seguía dando servicio en una tienda recién
abierta con la veterinaria y otra socia. “La gente me llama y me
dice cosas del tipo: cariño, se me ha caído una lata de
melocotones y mañana viajo, ¿qué hago?”,
comenta. “Que si se sienten solas; que si me gustaría casarme,
pero no me aguanta nadie; que si mi socio me debe dinero y si me lo
va a pagar pronto... Soy una psicóloga a tiempo completo. Me llaman
por teléfono: ellos obtienen sus respuestas y yo gano dinero”. Su
mejor cliente es un cura que va todas las semanas a que le eche las
cartas, lo cual me hace sospechar que las cosas del cielo también
andan cabalgando a horcajadas sobre los corceles de la confusión.
El
hombre de negocios, en un aparte, me dijo que se había arruinado
tres veces, que lo suyo era renacer continuamente. Trabajando desde
los 18, había comenzado con un bar, luego con un restaurante; más
tarde, como no, con una inmobiliaria; y, por último, tras haberse
pulido todo el parné, intentaba salir a flote con un garito de
“tapas tradicionales con un toque innovador” (la carrillada creo
que tenía dos botes de miel de la Granja San Francisco inyectados).
Me sorprendió la poesía de arribista que rezumaba su final de
discurso: “tío, cuando tengo dinero pienso que podría devolver lo
que debo, pero que a la media hora tendría que volver a pedirlo
prestado, por eso no creo ni en la amistad duradera ni en la familia
ni en el amor”. Se metió en la cocina a seguir edulcorando sus
tapas de toda la vida con el azúcar mortal de la innovación
gastronómica y me dejó cavilando.
Que
la vidente y el empresario cocinero fueran hermanos me hizo zurcir
una teoría acerca de los orígenes de la mentira como necesidad para
vivir que otro día les contaré. Lo que me quedó claro es que la
moral de los mantenedores de la humanidad –entiéndase, los que nos
dan de comer y los que nos predicen el futuro– resulta
rastreramente mundana. Me volví a casa con la sensación de que lo
mejor es cocinarse uno mismo en casa y preguntarle a los peces de los
acuarios en las ciudades de provincia si pesa más el agua que les
protege que la consciencia de saberse encerrados. Un besote.