En los años 80 se vendió
en España un juego que creo que sólo compraron mis padres. Se
llamaba Flash-ball y
consistía en crear una montaña rusa a partir de una base de
plástico, unos mástiles de acero, unas guías de cables, una
horquillas y una canica. La destreza del niño se medía
por la capacidad que tuviera para lograr un looping sin
que la bola se saliera de las vías. Para ello, había que crear un
tramo en el que la bola se precipitara con fuerza desde arriba y así
dibujar la circunferencia casi perfecta que la construcción le
sugería. Era el fin de fiesta; luego, la canica seguía con un
avance moribundo hasta el recipiente que la recogía tras su
trepidante viaje.
Ayer
pensé en todo esto cuando una amiga me preguntó, a las puertas de
la supuesta casa natal de Velázquez en la City –que hace años
compraron los ahora acuciados por la crisis Vittorio & Lucchino–,
cómo nos hemos podido precipitar tan rápidamente hacia una
situación que hacía dos años algunos ni se olían. Volví al
diseño del Flash-ball:
subir la bola al punto más alto de la montaña y dejarla caer para
una última pirueta espectacular. Subir y bajar todo es uno. Basta
con dar la fuerza necesaria para llegar a la cima por inercia, sin
apenas reflexión, con la apatía ideológica que nos ha hecho vivir
la década como un niño dentro de un parque de atracciones, que no
mira nunca la hora hasta que siente que la mano de uno de sus
progenitores le tira hacia la salida.
¿Estamos
en un tiempo de evocaciones de tiempos más felices? ¿Constatamos
con el hierro candente humeando en nuestra espaldas tras dejarnos la
marca indeleble de la realidad que antes del boom
todo era mejor? No lo sé. Esa operación de la memoria que consiste
en recrear el pasado (casi siempre más o menos glorioso cuando hemos
embarrancado en el presente) nos devuelve la luz del ayer consumido
por el ayer; las sombras apenas se quieren ver. Ya dije hace unas
semanas que vuelven actividades que habían desaparecido de nuestras
ciudades hacía ya tiempo: limpiabotas, tironeros, robo en el interior
de vehículos, venta a domicilio de pasteles portados en cajas de
cartón con una guita... Pero no todo esta asociado al contorno del
abismo: la ciudad bulle y crea, se reconvierte y regala situaciones y
eventos curiosos.
Esta
semana asistí a una actuación de monologuistas en un local por dos
euros, copa de vino incluida. La gente se colocaba de pie ante una
esterilla que hacía las veces de escenario improvisado y unos
actores amateurs desgranaban
historias con más o menos gracejo. Ayer, nuestra amiga Clara,
participaba en unas jornadas de teatro mínimo
en pequeñas y modernas tiendas de la ciudad: 15 personas/ 15 minutos
a cuatro pavos el viaje. Se multiplican los hacedores de pan artesano
por el barrio. Auténticos genios de la repostería (para mí solo
hay dos y se llaman dulce-mente tartas) crean y recrean pasteles,
galletas y tartas para venta a domicilio. Se forman grupos de consumo
de verdura ecológica suministrada por arquitectos en paro desde los
confines hortelanos de la ciudad. La gente comparte su sapiencia en
talleres de creación, imparte clases de iniciación al teatro o de
gimnasia terapéutica por el módico y azaroso precio de la voluntad.
Los cines se vacían y las parejas y los mono-amantes se abrazan o se
retuercen en el sofá frente a la pantalla del ordenador nutriendo
sus almas con screerners de
pelis recién estrenadas. Se permite o pseudo-permite la
microeconomía sumergida porque la macroeconomía tiene recovecos
secretos en Suiza que hace que nos replanteemos hasta dónde llega la
legalidad en el mundo contemporáneo.
En
todo esto veo una vitalidad creativa y un cambio de modelo no sólo
económico sino ético y moral. Tal vez haya llegado al fin la hora
de exigir una explicación a todo el desbarajuste, pero también de
bajarnos del vagón que daba loopings
en la Montaña Rusa y tomar consciencia de que la velocidad es mala e
insolidadaria consejera. Feliz domingo.
Ay Manolín, que había perdido el enlace a este Libro Gordo de Petete!
ResponderEliminarBuena tarde de domingo me espera poniéndome al día!!
Hay que ver como empiezas hablando de un juego y acabas hablando de todo un poco.
Escribes muy bien te envidio.
Por cierto has sido de los mejores profesores que he tenido
Dejame decirte que en el 86 viajé con mi familia desde la Argentina a España y me traje ese maravilloso juego que es el Flashball. Hoy día lo conservo y anhelo en algunos años que mis hijos lo puedan usar, de la misma manera que lo hice yo teniendo solo 10 años
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