domingo, 17 de marzo de 2013

Peces de ciudad



La intrahistoria de las ciudades se escribe en los bares, en los parques y en los descampados donde los enamorados se cuentan anteproyectos de sueños especiosos que tomarán la consistencia amarga de la realidad en cuanto dejen de besar sus cuellos y pisen el suelo de los días. Ayer, acodado en la barra de un bar, el azar me regaló en amable sinfonía morse unos destellos del tiempo en el que vivimos. La ocasión me brindó coincidir con una veterinaria naturópata, un trasegado hombre de negocios (gordo, con eccemas en la cara y la dentadura tan negra como mi reputación) y una vidente. A esta última la había visto ya en un canal local donde se combinan la cartomancia, la teletienda y el porno de madrugada. Me costó saber quién era. Me sonaba la cara, pero ella no paró de inventar situaciones posibles en las que nos hubiéramos podido conocer hasta que la veterinaria, una vez que la vidente se metió en el aseo, cantó. Despejado el enigma de su procedencia, la mujer me narró que había dejado la tele por motivos económicos, pero que seguía dando servicio en una tienda recién abierta con la veterinaria y otra socia. “La gente me llama y me dice cosas del tipo: cariño, se me ha caído una lata de melocotones y mañana viajo, ¿qué hago?”, comenta. “Que si se sienten solas; que si me gustaría casarme, pero no me aguanta nadie; que si mi socio me debe dinero y si me lo va a pagar pronto... Soy una psicóloga a tiempo completo. Me llaman por teléfono: ellos obtienen sus respuestas y yo gano dinero”. Su mejor cliente es un cura que va todas las semanas a que le eche las cartas, lo cual me hace sospechar que las cosas del cielo también andan cabalgando a horcajadas sobre los corceles de la confusión.

El hombre de negocios, en un aparte, me dijo que se había arruinado tres veces, que lo suyo era renacer continuamente. Trabajando desde los 18, había comenzado con un bar, luego con un restaurante; más tarde, como no, con una inmobiliaria; y, por último, tras haberse pulido todo el parné, intentaba salir a flote con un garito de “tapas tradicionales con un toque innovador” (la carrillada creo que tenía dos botes de miel de la Granja San Francisco inyectados). Me sorprendió la poesía de arribista que rezumaba su final de discurso: “tío, cuando tengo dinero pienso que podría devolver lo que debo, pero que a la media hora tendría que volver a pedirlo prestado, por eso no creo ni en la amistad duradera ni en la familia ni en el amor”. Se metió en la cocina a seguir edulcorando sus tapas de toda la vida con el azúcar mortal de la innovación gastronómica y me dejó cavilando.

Que la vidente y el empresario cocinero fueran hermanos me hizo zurcir una teoría acerca de los orígenes de la mentira como necesidad para vivir que otro día les contaré. Lo que me quedó claro es que la moral de los mantenedores de la humanidad –entiéndase, los que nos dan de comer y los que nos predicen el futuro– resulta rastreramente mundana. Me volví a casa con la sensación de que lo mejor es cocinarse uno mismo en casa y preguntarle a los peces de los acuarios en las ciudades de provincia si pesa más el agua que les protege que la consciencia de saberse encerrados. Un besote. 

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