jueves, 23 de mayo de 2013

Un desierto esperanzador (fritanga robada).



El moribundo racionalismo no podía dar soluciones arquitectónicas de interés a una ciudad que había resuelto, por unanimidad, retornar a estadios intermedios de la historia de la edificación. La empresa ganadora del concurso para demoler los vestigios de los hijos de Le Corbusier se había llevado en último momento el suculento trofeo gracias a un detalle simple, aunque lo suficientemente efectista para que el revuelo que se pudiera formar entre los aguerridos defensores de la continuidad histórica sin saltos ni olvidos no quedaran desconsolados por la desaparición: telas con algún que otro fragmento de los escritos del francés cubrirían el cambio de estado de sólido a gaseoso de todas las estructuras. Sólo era el comienzo. Tras dilatadas pero apoteósicas demoliciones de estilos caídos en desgracia, la ciudad quedó virginalmente dispuesta a que los nuevos promotores comenzaran su trazado.
Pronto se percató un comentarista local de que se trataba de la devastación urbana realizada con más frialdad de todas las iniciadas en las ciudades atravesadas por el spleen que ellas mismas destilaban.
“Sin hitos arquitectónicos que marquen espacialmente el paso del tiempo, seremos inicialmente eternos; luego, ya veremos”, arguyó un constructor ante la muchedumbre que se agitaba al compás del viento. Tras ella, sin apenas nada donde clavar la mirada, se abría un esperanzador desierto.

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