El
moribundo racionalismo no podía dar soluciones arquitectónicas de
interés a una ciudad que había resuelto, por unanimidad, retornar a
estadios intermedios de la historia de la edificación. La empresa
ganadora del concurso para demoler los vestigios de los hijos de Le
Corbusier se había llevado en último momento el suculento trofeo
gracias a un detalle simple, aunque lo suficientemente efectista para
que el revuelo que se pudiera formar entre los aguerridos defensores
de la continuidad histórica sin saltos ni olvidos no quedaran
desconsolados por la desaparición: telas con algún que otro
fragmento de los escritos del francés cubrirían el cambio de estado
de sólido a gaseoso de todas las estructuras. Sólo era el comienzo.
Tras dilatadas pero apoteósicas demoliciones de estilos caídos en
desgracia, la ciudad quedó virginalmente dispuesta a que los nuevos
promotores comenzaran su trazado.
Pronto
se percató un comentarista local de que se trataba de la devastación
urbana realizada con más frialdad de todas las iniciadas en las
ciudades atravesadas por el spleen que ellas mismas destilaban.
“Sin
hitos arquitectónicos que marquen espacialmente el paso del tiempo,
seremos inicialmente eternos; luego, ya veremos”, arguyó un
constructor ante la muchedumbre que se agitaba al compás del viento.
Tras ella, sin apenas nada donde clavar la mirada, se abría un
esperanzador desierto.
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