Acostumbraba a darle la
bienvenida al tiempo de las golondrinas con una audición sentimental
de cualquier versión de la maravillosa nana Summertime de Gershwin.
Ayer fue un día diferente. El verano llegó anunciándose en los
gestos menos esperados. Desde la tarde el mundo cambió fabulosamente
hacia un sabor salino, de presagio seguro, de mar prometido. Unos
cuentos pollos con los que trabajo en la granja matinal son
aventajadas jugadoras de voley playa, esa versión carnal y solar del
voley bajo cubierta. A escasos kilómetros de donde habito,
promotores de eventos deportivos volcaron unas cuantas toneladas de
arena y plantaron redes, chiringuitos y gradas para que jóvenes
púberes, Lolitas elásticas y desinhibidas, brincaran y se lanzaran
a tierra con una decisión bélica a salvar bolas imposibles. El
espectáculo de valquirias cinceladas por el tiempo feliz e
inconsciente de la adolescencia y de la primera juventud no dejaba
lugar a dudas: la vida pasa y nos hiere con la consciencia de que la
belleza es un fruto sensible, el rumor de una amapola recién cortada
que pronto se tronchará por el efecto malévolo del aire helado y
vulgar de la madurez. Para colmo, una luna a la que le faltaba un
hilo de plata para forjarse como una luminaria vigilante para la
Noche de San Juan se colgó del cielo a iluminar estas batallas
valquíricas.
Volví a casa con el alma
llena de canciones por esto y mucho más. Me senté en el salón a
meditar sobre la temporada estival que comienza, sobre cómo encajar
la vida de ahora entre tanta palmera salvaje. Coloqué bajo la aguja
un disco glorioso de Laurindo Almeida y Bud Shank, que me llevaron a
la luna de Río con una guitarra cargada de bossa y un saxo brillante
de blues. Salí al aire fresco de la noche y husmeé en la oscuridad.
No hubo duda: este será un gran verano. Que lo disfruten.
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