El verano se nos pasó
con las manos entre los
fardos de dinamita,
buscando una colilla
estrangulada
con la que activar la
tarde roja,
esa explosión que nos
llevaría
a la noche y a la
estrellas.
Las lágrimas y el hielo
del silencio
solo podían apagar el
fuego,
darle una palmada abstrusa
al firmamento
y privarnos del mar de las
Perseidas.
El peligro de incendiarlo
todo era
el difícil paso que
aseguraba
la luna, el fervor
nocturno de Venus
y la melancolía anular de
Saturno.
De ti y de mí depende que
todo ello
nos acompañe en las mil y
una tardes
en las que volveremos a
prender la mecha.
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