La
adolescencia tiene la rotundidad de una tormenta de verano; no tiene
ambages, se muestra a corazón abierto; es pura convulsión de
sentimientos y pasiones. Bien construida, anuncia vidas de gran
calado, comprometidas con lo que les toque. Ayer tuve ocasión de
sentirla de nuevo, como mero observador, pero también con una
sensación de fuerza interior que me mostró que el acné que tuvimos
nunca se apaga del todo, porque ver a adolescentes en acción regala
la posibilidad de revivir tiempos pasados y volver con ellos a
aquella época de incertidumbres e ilusión.
Fue
en la graduación de los alumnos de 2º de Bachillerato de nuestro
centro donde pude cerciorarme de ello. Tales celebraciones se nos
presentan tumultuosas y sentimentales, de discursos de gratitud
mezclada con algún pescozón irónico a los profes. Sorprende verlos
en este papel de adultos trajeados y de vestidos largos dirigiéndose
a un público con el corazón anudado a las gargantas. Se parecen,
sí, pero estas ceremonias nunca son las mismas. Cada una tiene un
sonido diferenciado.
El
maniqueo mundo de las ciencias y las letras se repartió en dos
discursos. Los representantes de los alumnos de ciencias dieron su
visión del ciclo con guiños matemáticos a sus profesores. Cuando
Raquel y Ariadna, alumnas que le ponían voz al bachillerato de
Humanidades y Ciencias Sociales, se colocaron ante el atril para leer
sus palabras, el tiempo se detuvo por un momento: agradecían entre
lágrimas la labor de dos de sus profesores, Cristina y Manolo.
Cristina los guió durante un par de años por las gramáticas y
literaturas clásicas con sensibilidad y entrega, con una discreción cercana y a la vez elegante; Manolo les intentó iluminar el arduo camino que lleva a
vislumbrar la belleza de la Literatura Universal. Tras diecisiete
años en la profesión, el año pasado me encontré con el
maravilloso regalo de poder impartir esta asignatura, pero también
con el de toparme con un grupo de seres sensibles que libaron con
franca devoción los néctares de flores inmortales como el
Gilgamesh, la Odisea, Petrarca, y Keats, entre otras muchas. No todos
los días se recogen los frutos invisibles de la gratitud. Cuando se
refieren a uno en términos como “el Virgilio que nos guió por la
selva luminosa de la Literatura Universal”, ese uno no tiene más
que sonrojarse, emocionarse y sentir que las mañanas entre los alumnos merecen
la pena ser vividas con entrega verdadera y entusiasmada.
Antes
de bajarse del escenario, una de ellas leyó el poema “Ítaca” de
Kavafis. Le robo al griego unos versos para desearles a todos y a
cada uno de ellos “que
muchas sean las mañanas de verano en que llegues -¡con qué placer
y alegría!- a puertos nunca vistos antes”. Muchas gracias por tanta felicidad, mis
queridas amigas. Será muy difícil olvidaros.