lunes, 11 de septiembre de 2017

El procés de maduració de les taronges


La City vuelve a bombear vida tras el verano. Bajé a la ciudad a que la doctora P. me reconstruyera la pieza número 37. Antes de las vacaciones, me colocó un empaste medicamentoso. Hoy me ha explicado (últimamente adopta un claro aire de didactismo médico en sus intervenciones) que tal emplasto lo inventaron los americanos para que los soldados metidos en la selva vietnamita pudieran atender sus caries sin necesidad de tener un equipo odontológico completo a mano. Pensé en Rambo.

Seguramente el lugar donde mayor expresividad ocular desarrollemos sea en el dentista: la doctora habla, monologa ante el silencio de su joven aprendiz, que aspira con tino los deshechos que flotan por la saliva refleja que produce el paciente; habla, habla... Al paciente sólo le queda asentir con la cabeza, dejar caer las pestañas o remover los ojos en señal de no se sabe qué. Que si Vietnam, que si blablacar para ir ayer a la playa con una amiga doctora a la que tampoco le apetecía conducir, que si las llevó de ida un maestro la mar de simpático y de vuelta las trajo un ingeniero informático... Todo es agradablemente neutro en estos soliloquios de jeringa y lima en ristre. La mujer cree por encima de todo que lo que mueve el procés en Cataluña son las ganas de dinero. No pierde puntada para caracterizarlos: “cuando voy a Barcelona de congreso médico, los primeros que están en la sala de conferencia son los catalanes; los primeros que se van y no salen con los compañeros son los catalanes. Siempre están ahí. Son unos agonías”. El ataque contra los catalanes (en su totalidad; aquí no hay ni buenos ni regulares ni malos) lleva a ciertas personas a ir contra alguna de sus virtudes: la seriedad y el trabajo. Me dice también que su hijo tuvo una novia catalana y que sus padres eran (lo dice con extrañeza) gente muy correcta y educada. Todo esto me sorprende, la verdad. Convivo con nacionalistas gran parte del año (gallegos, esos tan simpáticos que parecen que ni siquiera tienen señas identitarias de nación) y también son gente correcta, educada, seria y trabajadora. A la sazón son los abuelos de nuestro hijo Santiago. 

Antes de salir de la consulta, me guiña un ojo y me dice que la de ahora, la novia de su vástago, es tailandesa. Parece que así la cosa es menos problemática. Tal vez no sepa que existe un turismo dental al Reino de Siam que está vaciando las consultas de occidente.


Me marcho. Voy al frutero Marcelo, rumano afincado en La Algaba y gran descriptor del producto que vende. Como sabe de mi debilidad por las naranjas, siempre que paso por allí, me hace un rápida relación de procedencia, sabor y durabilidad de las que me llevo. Hoy eran de Portugal. “Muy ricas. Ya hay un tío en Guillena que las está cogiendo verdes para madurarlas en cámaras y venderlas antes y más caras. La gente flipa”. Me lo dice con su acento chispeante de rumano de La Algaba. No voy a decir nada al respecto porque es zafiamente simple, pero comparen el párrafo de arriba sobre los catalanes (y otras formas de vida) y este otro del prohombre naranjero. Nada más, jóvenes. Good night.

martes, 5 de septiembre de 2017

Hombres de nuestro tiempo



Me pregunto si todos las poblaciones con castillos medievales se ven impelidas por alguna extraña razón a celebrar fiestas históricas por toda la geografía del país. Las épocas remotas parecen que se han convertido en una forma de hacer caja para pueblos con monumentos de este tipo. Por lo que observo, alrededor de todo este entramado de festividades, están apareciendo igualmente actividades vinculadas a la espectacularización de la historia. El otro día fuimos a Alanís de la Sierra, pueblo con castillo, claro, que desde hace años festeja su pasado medieval. Paseando por las callejas donde se vendían juguetes de madera, jarras de cristal talladas (escudos de equipos de fútbol, nombres de enamorados, perfiles de gente famosa...), productos cosméticos y otros cachivaches bastante apartados en el tiempo de la vida del medievo, acabé reparando en un improvisado corralillo compartimentado donde se hacinaban gallinas y patos, donde una cabra africana hacía compañía a una cobaya gigante enjaulada y donde una mofeta levantaba el rabo inofensivamente. Supuse que todo ello formaba parte de la tramoya de las fiestas. A cargo del tenderete había un tipo de unos veintipocos años con gafas demodé. Iba ataviado a la usanza medieval, luciendo en el pecho una cruz de Calatrava. El colega se dejaba los dedos y los ojos en el móvil mientras que, de vez en cuando, levantaba la vista y le decía a los curiosos que se apoyaban sobre los corrales: “No apoyyarrrrrsssse en la maderita, hasé er favó”. Como mi hijo se entretenía con la cabra, pegué la hebra con el muchacho. Para mi tranquilidad, me aclaró que la mofeta estaba operada. Me dijo también que formaba parte de la Orden de Caballeros de Calatrava de Alcaudete (Jaen), que él estaba allí para hacer un favor, pero que a lo que realmente se dedicaba era a escenificar combates medievales con sus colegas. Todos ellos se habían entregado al estudio concienzudo de las obras y milagros de los componentes de la Orden y habían logrado gran verismo, tanto en la vestimenta como en la usanza. El colega se animó y me enseñó un vídeo en el teléfono donde se veía a cuatro tíos pegándose espadazos ante un nutrido corro de personas en bermudas y chanclas. “Nos damos hostias de verdad, sin ensayá ni ná. Eso es lo que más le flipa a la gente. Yo un día tuve un esguinsse en la muñeca de una buena hostia. Sólo nos decimos, a lo mejor, que nos vamos a partir un vaso o una botella sobre la armadura y ya está”. No tenía tarjeta, pero sí facebook (Calatravos de Alcaudete). Allí podría ver yo todo lo que hacían. Me marché pensativo.

Al día siguiente fuimos a una playa fluvial en San Nicolás del Puerto. En la orilla, un pollo de la misma edad que el anterior, pero de mejor porte, charlaba en inglés con una joven. El acento era bueno, pero el contenido de la charla era un poco de comadre: hablaba sobre su abuela, su madre y sus primos. La conversación de comadre hacía las delicias de la chica. El hombre resultó ser de Sevilla; ella, australiana. A unas lugareñas que se habían admirado en voz alta de su facilidad de lenguas les aclaró que sus niños iban a tener mucha suerte con los coles bilingües, que él se lo había tenido que “buscar p´atrás”, sólo, y que gracias a eso, tal como le supusieron las señoras, había conseguido una novia extranjera.
Por la noche volví a pensar en el Caballero calatravo y en el hermoso angloparlante. Me llamaba la atención cómo el esfuerzo, enfocado hacia un fin u otro, podía dar frutos tan variados. Ambos eran felices con sus logros, ambos habían puesto todo su afán en conseguir sus metas de juventud, pero el calatravo me pareció una víctima del rol y el otro, el hombre que todos estamos esperando que llegue. De todas formas, le compré una espada a nuestro hijo, porque nunca se sabe cómo se puede salvar el mundo. Algunos piensan que el inglés es la puerta. Al menos, con la espada, aún tenemos a mano todos los sueños.