Vivo con mi familia en un espacio fronterizo. Como tal, en él convergen dos mundos: el lumpen proletario de una zona cercana socialmente deprimida y la clase media (más o menos acomodada) de pisos con piscina privada y video-vigilancia. En los modos de acarrear la vida de estos dos polos no creo que haya mucha diferencia. En los flancos de los contenedores de ambos mundos se amontonan cajas con el logotipo de Amazon día tras día. El aburrimiento y la escasa imaginación es común: unos y otros convierten las horas de spleen en este detritus del consumo que cierra tiendas físicas y manda a casa (y mandará aún más) a buena parte de la población activa. Supongo que el Netflix (de pago o de balde) también es una marca compartida.
Sé de buena de tinta que a algunos de mis vecinos se les contraen y desploman los esfínteres cuando han de tomar contacto con el color local. Para la señora a la que compramos nuestro piso (tras la firma en la notaría voló hacia la capital no sin antes un suspirado “¡Ay, X., por Dios!”) bajar a X. era como si le extirparan una parte de su consciencia de clase. Pero también conozco a entusiastas de esta situación, que saludan el hecho de que convivan casi ochenta nacionalidades en un lugar tan pequeño con un ilusionado grito de ¡Aleluya! Hay trabajo que hacer para lograr que este amontonamiento cultural se convierta en un auténtico cruce de culturas. Los hilos son de muy diferentes facturas para que el jersey luzca elegante, pero no por ello hay que desechar lo llamativo del tejido que pudiera resultar.
Mientras esto ocurre, a veces la vida nos regala el encuentro con este mundo (tan lejano y cercano a la vez) del lumpen. Ayer paramos en una terraza a media tarde para reponernos de los primeros calores del pre-verano. El bar expide fritanga durante todo el año y acompaña los avances del cazón en adobo con la sintonización invariable de Radio Olé. Su reclamo principal es que delante de las mesas se extiende un jardín de juegos (suelo sintético multicolor antibollos) para que las familias puedan consumir siguiendo las evoluciones de sus tiernos infantes sin miedo a los puntos de sutura. Ayer no había nadie y Radio Olé no presentaba un volumen preocupante. Nuestro hijo se unió a otro pequeño que tiraba a una canasta cercana y nuestra hija merendó algo de fruta sentada junto a sus papás. Zumo de melocotón para la madre, manzanilla (infusión) para el padre. En el momento en que nos disponíamos a tomar lo servido, llegaron dos extraños seres a los que llamaré “Rosalíos”: se trataba de una pareja de individuos de apenas metro sesenta con barba de cola de pato; zapatillas con cámara de aire embutidas en unos pies que no llegarían al 41; pantalón de chándal tobillero y abombachado; camisetas de equipos de fútbol recortadas sobre unos torsos con la forma que da la obesidad mórbida tratada en gimnasios low cost; y bisutería ostentosa combinada con pelucos metálicos. Se sentaron a nuestro lado emitiendo unas carcajadas que, al parecer, venían provocadas por algo que estaba sucediendo en el móvil de uno de ellos. “Gua yu nem?, Gua yu nem?, Gua yu nem?”, preguntaba uno de ellos a una mujer que aparecía en la pantalla. Esos ladridos desaforados intentaban mantener la comunicación (¿en inglés?) con la joven que se les mostraba. Ahora intervenía el otro, el cual presentaba un casi imperceptible grado más avanzado del patois que ladraban: “¡¡Güer arr yu for?!!”, “¡¡Güer arr yu for?!!”. “¡Azerbaiyán!”, dice la otra. Y ahora comienza, entre carcajadas y gestos obscenos, un intercambio de sugerencias animales que consistían en un infantiloide “¿Yu wan tucki-tucki, chuki-chuki, juki-juki corrmigo?”. La otra se reía como si se le pudiera ver la campanilla desde su pueblo hasta donde estábamos sentados. Después de esta demostración de no sé aún cómo denominarlo, pagaron sus consumiciones (nestea y coca-cola), se despidieron de nosotros y se montaron en un coche de alta gama.
La pregunta o las preguntas son de rigor: ¿de dónde salen estos seres?, ¿qué principios les asisten?, ¿qué sucedería si no tuvieran acceso a la tecnología?, ¿cómo entienden el amor o sus sucedáneos?, ¿saben dónde queda Azerbaiyán?, ¿pensaban que podrían llegar en su BMW en un par de horas?, ¿qué lleva a una mujer a soportar a dos idiotas (a no ser que se trate de una línea erótica a pleno rendimiento) durante tanto tiempo?, ¿está el narcotráfico de proximidad más que nunca en manos de imbéciles de baba? No tengo respuestas para ello. Prefiero pensar que son una especie en franca decadencia y que serán sustituidos por dandis de cuello duro y modales a lo Oscar Wilde. De momento, prefiero comprar churros con las ochenta nacionalidades compartiendo cola que presenciar hacia dónde se dirige el género humano.
No hay comentarios:
Publicar un comentario