Subo todas las mañanas las escaleras del metro. A veces me asalta el recuerdo de la belleza de algunas estaciones en otras capitales del mundo, donde tanto el diseño como la suciedad se compinchan para crear lugares con personalidad. En el metro de mi Ciudad ni diseño ni suciedad trabajan para acabar con lo impersonal-funcional. El grupo de inversión que lo participa prefiere la higiene a los detalles diferenciadores. Acostumbro a rechazar las escaleras mecánicas por hacer algo de ejercicio y por no sentirme dentro de un vídeo de Pink Floyd. Apenas dos personas me acompañan. El resto asciende transportado hasta la calle. Fuera todo es una plancha de hormigón y asfalto. Los edificios siguen siendo funcionales a un lado y a otro de la avenida: accesibilidad, luz natural, entradas amplias, recintos de colores mudos y apagados combinados con un blanco mate.
Formo parte de un tribunal que examina a futuros profesores de Lengua Castellana en un edificio así. Entre sus muros, el proceso se dilata desde las siete de la mañana hasta las nueve de lo noche a veces. Dicha dilatación temporal viene por la ferviente fe en lo tecnológico que el Estado muestra. La nueva pieza colocada en el engranaje administrativo es la informática. Siete horas a la espera de que se puedan grabar los resultados, firmando a cada rato con unas coordenadas digitales que no terminan de abrir nada. Rememoro aquel proceso por el que yo pasé allá por principios de siglo. Supongo que el engorroso método de recoger datos a mano sobre unos documentos fotocopiados ya les resultaba al tribunal un rollo. Me pregunto si aquel profesor que se sentaba en la esquina de la mesa con el Marca y un pantalón corto deportivo supondría que dos décadas después los comentarios entre los miembros del tribunal se extenderían a unas pantallas omnipresentes.
Leo pruebas donde hay errores gramaticales y ortográficos de bulto. La excelencia queda relegada a unos pocos ejercicios; una parte importante de lo que queda por corregir resulta selvática. Hace ya más de dos décadas, Doris Lessing, en la recogida de su Premio Príncipe de Asturias de las Letras, hablaba de que la cultura humanista estaba desapareciendo. Veinte años después, la “excelencia de antaño” ha quedado relegada a unos pocos que han velado para que siga presente en algún rincón del mundo y de nuestras existencias:
“Tal vez no haga falta insistir en esta idea a ninguno de los aquí presentes, pero sí creo que no hemos comprendido todavía que vivimos en una cultura que rápidamente se está fragmentando. Quedan parcelas de la excelencia de antaño en alguna universidad, alguna escuela, en el aula de algún profesor anticuado enamorado de los libros, quizás en algún periódico o revista. Pero ha desaparecido la cultura que una vez unió a Europa y sus vástagos de Ultramar”.
Releídas ahora estas líneas de Lessing, me parecen una premonición tan acertada como desesperanzadora. La hora ha llegado. Confío en que los bárbaros tarden en llegar a ocupar espacios en los que la excelencia ha de ser una prioridad. La ligereza, la falta de profundidad en los juicios, la ausencia de lecturas imprescindibles, la inmadurez y la manifiesta ausencia de un trabajo que sirva de cimiento para desarrollar la actividad docente componen este paisaje que podría convertirse en una realidad viva mañana.
Mientras esto ocurre, justo en frente, mi querido Sergio Rojas-Marcos me anuncia con tristeza el cierre de un negocio por el que ha luchado con alegría e ilusión, a pesar de que todo le ha venido en contra desde la gestión de la pandemia: la librería Yerma. La desaparición paulatina de los libros en la vida cultural y la preferencia por otros soportes para ocupar el tiempo de ocio están dando la puntilla a las librerías de la ciudad. Ni siquiera los profesores son habituales compradores de literatura.
La fealdad del mundo a la que me refería al comienzo de estas líneas se prodigará aún más si las librerías se cierran, si los que han de ser representantes de la excelencia humanística tienen faltas de ortografía y confunden, por poner un caso, “procesar” con “profesar”, y si seguimos habitando los espacios sin sentido de la belleza y sin reparar en que la asepsia con la que se se construyen mata esa belleza a cambio de la nada. Ojalá mañana el vagón esté lleno lectores (de libros). Good night.
Leo pruebas donde hay errores gramaticales y ortográficos de bulto. La excelencia queda relegada a unos pocos ejercicios; una parte importante de lo que queda por corregir resulta selvática. Hace ya más de dos décadas, Doris Lessing, en la recogida de su Premio Príncipe de Asturias de las Letras, hablaba de que la cultura humanista estaba desapareciendo. Veinte años después, la “excelencia de antaño” ha quedado relegada a unos pocos que han velado para que siga presente en algún rincón del mundo y de nuestras existencias:
“Tal vez no haga falta insistir en esta idea a ninguno de los aquí presentes, pero sí creo que no hemos comprendido todavía que vivimos en una cultura que rápidamente se está fragmentando. Quedan parcelas de la excelencia de antaño en alguna universidad, alguna escuela, en el aula de algún profesor anticuado enamorado de los libros, quizás en algún periódico o revista. Pero ha desaparecido la cultura que una vez unió a Europa y sus vástagos de Ultramar”.
Releídas ahora estas líneas de Lessing, me parecen una premonición tan acertada como desesperanzadora. La hora ha llegado. Confío en que los bárbaros tarden en llegar a ocupar espacios en los que la excelencia ha de ser una prioridad. La ligereza, la falta de profundidad en los juicios, la ausencia de lecturas imprescindibles, la inmadurez y la manifiesta ausencia de un trabajo que sirva de cimiento para desarrollar la actividad docente componen este paisaje que podría convertirse en una realidad viva mañana.
Mientras esto ocurre, justo en frente, mi querido Sergio Rojas-Marcos me anuncia con tristeza el cierre de un negocio por el que ha luchado con alegría e ilusión, a pesar de que todo le ha venido en contra desde la gestión de la pandemia: la librería Yerma. La desaparición paulatina de los libros en la vida cultural y la preferencia por otros soportes para ocupar el tiempo de ocio están dando la puntilla a las librerías de la ciudad. Ni siquiera los profesores son habituales compradores de literatura.
La fealdad del mundo a la que me refería al comienzo de estas líneas se prodigará aún más si las librerías se cierran, si los que han de ser representantes de la excelencia humanística tienen faltas de ortografía y confunden, por poner un caso, “procesar” con “profesar”, y si seguimos habitando los espacios sin sentido de la belleza y sin reparar en que la asepsia con la que se se construyen mata esa belleza a cambio de la nada. Ojalá mañana el vagón esté lleno lectores (de libros). Good night.
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