Vivo en una urbanización cerrada de muros casi infranqueables. Cuatro hermosos granados, que verdean ahora con un tono entre aceitoso y cobrizo lo que en otoño serán sus cuajados frutos, flanquean a un lado y a otro la subida que da acceso al espacio común: zona infantil con césped artificial y piscina privada. Tal subida la coronan dos frondosos y centenarios olivos transplantados. A medio kilómetro de aquí hace tiempo (40 años) que construyeron un barrio social que ha dado sus acostumbradas flores cuando estas plantas no se abonan ni se riegan desde la raíz (delincuencia, paro, droga y el etc. que ustedes pueden conjeturar). Contrapunto de la vida muelle de mi urbanización, nuestros vecinos de la barriada de al lado acostumbraban a colocar piscinas (y castillos) hinchables en las calles peatonales del barrio. La socorrida y refrescante chapuza ha sido abortada en los últimos años por la siempre atenta policía local. “Para eso tienen la piscina municipal”
“La toma de la piscina” (la nuestra) sería lo más normal por parte de estos desheredados, pero la puerta de entrada a la urbanización únicamente se abre a hombres membrudos que portan como ariete toda la paquetería amazónica que se puedan imaginar. Eso hasta que llega la hora de las cenas, que es cuando los transportadores de comida rápida flanquean el pórtico con el casco puesto y a la búsqueda del bloque del comensal en cuestión. Calculo que el 50% de los residentes no saben lo que es hacer una tortilla de patatas nocturna. El conteo de movimiento de repartidores ha llegado a tres minutos entre los que entran y los que salen.
El mal de nuestro tiempo (uno de los muchos) es la perentoria necesidad de la rapidez y la velocidad. La reducción de los plazos de entrega ha sido el gran hallazgo de las empresas de reparto. La logística ligada a la tecnología es la manifestación física de nuestros caprichos internos. Pero la velocidad está hermanada en ocasiones con la irreflexión. El ahora y el aquí aniquila cualquier tipo de pensamiento que vaya más allá de nosotros mismos. ¿Qué sucede en la Naturaleza, en nuestra sociedad, en nuestras ciudades y en cada trabajador cuando compramos (sea lo que sea) por internet? ¿Y en nosotros mismos? Los grandes almacenes mutan en hoteles de cinco estrellas; las tiendas y bares de (casi) toda la vida, en locales de comida rápida franquiciada; los trabajadores, en algoritmos; nosotros, en meros dedos conectados a nuestras tripas y corazones que pulsan el botón de un futuro abierto y poco humano.
Martin Amis (1949-2023) aborda este asunto desde el punto de vista literario. En su última obra (Desde dentro) trenza magistralmente su vida con las reflexiones sobre la novela y la poesía. Acuña el término “novela aerodinámica o acelerada” para hablar del tipo de novela que los lectores prefieren hoy día: sin pecadillos estilísticos como el monólogo interior, la prosa desbocada sin puntuación y todo tipo de experimentación estilística que se precie. El lector de hoy prefiere la rapidez de la trama y la sucesión de peripecias. Ello contrae el núcleo de la narrativa convirtiéndolo en una mera sarta de anécdotas sin tiempo para el detalle. He ahí que la poesía sea un género casi extinto, a no ser por algunos lectores demodé. Dice Amis en algún lugar de su libro: “Un poema lírico lo primero que hace es parar el reloj. Detiene el reloj mientras susurra Vayamos entonces, tú yo, vayamos y examinemos una epifanía, un momento preñado, y luego nos pondremos a pensar sobre esa epifanía, y… Pero el mundo acelerado no tiene tiempo para relojes parados”.
Me gusta está imagen de parar los relojes. Detener el reloj es justo lo contrario a lo que sucede hoy día. La vida requiere de poesía para seguir un curso digno de vivirse. Despojados de poesía, montados en el corcel de la velocidad, solo nos queda no ya la prosa, sino lo prosaico, que es justo la muerte de la alegría, la búsqueda, el asombro y el entusiasmo. Miren a su alrededor e identifiquen quiénes adolecen de ello. Cuéntenmelo en los comentarios si gustan. Y paren los relojes de vez en cuando.
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