sábado, 8 de julio de 2023

La normalidad: Memorias de Costa Ballena


Entre la fealdad y la belleza supongo que hemos de colocar la normalidad. La normalidad puede ser kitch, hortera, vulgar, pero nunca será ni fea (de manera consciente) ni sublime. En esa normalidad vivimos encajados todos de manera accidental, pues la disfrutamos con entusiasmo, la atravesamos con cabreo o la soportamos con estoicismo, según tengamos de sensible la piel.

Ayer, a estas edades que ya me gasto, llegué por primera vez en mi vida a Chipiona (Cádiz), pero, según me cuentan, a su zona noble: Costa Ballena. Se daban cita allí los amigos (solo muchachos) de la adolescencia. La adolescencia en un peligroso farallón en donde se puede quedar uno encallado escuchando la misma música de entonces, mientras revuelve un anecdotario compartido (y repetido) repleto de momentos más o menos hilarantes. Entre la repetición y el spleen, queda el cariño atesorado por haber atravesado más de media vida juntos, aunque los caminos nos hayan llevado por senderos muy diferentes. Por seguir vertiendo aceite en esa lámpara de la amistad llegué a Costa Ballena como viajaron mis padres en su juventud: sin aire acondicionado en el coche (42º) y sin móvil de apoyo (muerto por el golpe de calor). Quise disfrutar del periplo con la flama entrando por las ventanillas totalmente bajadas y compartiendo la cola con una procesión de coches que me permitió disfrutar del paisaje a 60 kilómetros por hora en ocasiones. Suaves elevaciones del terreno dorado por los girasoles o cubierto por las redes que protegen las viñas se interrumpían con la aparición de molinos y placas solares. Pura normalidad. Un amable gasolinero me indicó de palabra (al igual que antaño) cómo llegar a mi destino, una especie de ciudad de vacaciones diseñada mediante el subterfugio planificador de ocupar la franja litoral en un continuum de urbanizaciones que semi-privatiza la arena y el mar. Grandes aceras, carril bici, poco aparcamiento, campo de golf y parque móvil por encima de los 50.000 la pieza en su gran mayoría. Costa Ballena sí es país para viejos (en el más amplio sentido de la palabra).

Aparqué el bólido aprovechando la salida de un suv de alta gama. Los amigos estaban en el Chinini Beach, al que llegué caminando por la playa. Atardecía. Los colegas libaban el néctar escocés al que profesan una pleitesía enfermiza: Macallan. El leñazo era despachado por parte del camarero con alegre desconocimiento sobre cuál sería la dosis adecuada para no hacer peligrar el negocio de los jefes. Seguía atardeciendo. Una música comenzaba a acompañar los últimos rayos del sol poniente. Los que allí estaban comenzaban a pulular por las inmediaciones de una especie de photocall sobre el que posaban con el atardecer de fondo mientras sonaba la banda sonora de Memorias de África. La música natural del instante era profanada por la “pura normalidad” de gente bien que, supongo, sentía una vibración especial en “aquel momento mágico”. La indumentaria ibicenca al contraluz de la estupidez humana no engañaba tal como sí lo hacía el césped artificial que pisábamos.




Me he vuelto temprano, no sin antes desayunar en el dispensador de pienso matinal para veraneantes, una cafetería donde seres somnolientos con ropa de marca y abdómenes corregidos por el ciclismo gregario o el pilates reparador se mezclaban con matrimonios chipioneros que venían hasta aquí buscando un momento de esplendor. Una joven preguntaba en la barra “¿alguna cosita más?” a los clientes delante de una pantalla táctil. La macdonalización del mundo ha aniquilado la espontaneidad y el gracejo local, pero a esto ya le dedicaremos una fritanga otro día. Pagas y te dan un beeper que enloquece en cuanto tu pedido está en la barra listo para recoger.

El viaje de regreso ha estado acompañado por una infinita cola de coches por la ventanilla de la izquierda y por el huidizo canto de la chicharras por la derecha. He visto en una de las colinas secas de pasto un pastor con un paraguas y un buen rebaño de ovejas quieto, como suspendido en el calor y en el tiempo. Ovejas todos, al fin y al cabo, seguimos el dictado de nuestros programadores, los cuales han ocupado Sevilla City con veraneantes extranjeros y han propiciado el concepto (también a esto le dedicaremos alguna que otra fritanga) de “la ciudad vaciada”. Vaciada igualmente mi urbanización (me consta que muchos también están en Chipiona) he disfrutado de la familia y del agua de la piscina, sin música impuesta, sino con la seguridad de que cualquier tiempo pasado fue "menos peor" y menos normal que este.


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