viernes, 21 de julio de 2023

"Bajo las más bellas estrellas" (Michelín)

 




 Para María del Mar, Manuela, Carlos y Rubén, compañeros de faena y de alegrías durante un mes y dos días.
 
Román y Mercedes dilapidan alegremente sus sueldos en seguir las directrices de los suplementos de tendencias. No hay hijos. La gastronomía, encumbrada por los programadores de moda como una de las nuevas artes a las que rendir pleitesía, entra por supuesto en sus actividades del mes. El turismo gastronómico ha sabido sacarle partido a las redes sociales y viceversa, como también ha hecho el turismo masivo de ganado humano (ese que hace que pongan tornos a la entrada de la Plaza de San Marcos en Venecia). Ahora las fotografías en plano cenital de platos de comida se suceden en los perfiles de los gastro-viajeros que corren a señalar el nombre del lugar y el del local para situar su felicidad inmortalizada. 

Román y Mercedes deciden ventilarse 600 euros visitando el restaurante Aponiente de El Puerto de Santa María. Al sentarse, les entregan una especie de libreta Moleskine con los platos que van a degustar dibujados con acuarela. Román lo disfruta y lo fotografía todo; Mercedes, más comedida, espera impaciente la llegada del primer lance. Román hojea ansiosamente el anuncio de la fiesta: puchero de cañaíllas, papada marina con alcaparras del Estrecho, queso de calamar, callos de ostiones, escabeche de hojas y plancton marino, papel de choco en adobo, salpicón de caviar, “la perfecta cocción de la puntilla”, barquillo marinero, Inés Rosales del mar y alga mentolada. Antes de que comience la procesión de platos acompañados por los apuntes de la camarera al respecto, Román se fija en la corona de algas que hay frente a él. Deduce que es un entrante que asocia con el plancton luminiscente del que ha oído hablar. Mercedes, nerviosa, tiene que ir al aseo. Román, inquieto, decide comenzar con el plancton luminiscente sin esperar a su pareja. Con el temor de parecer temeroso ante este prodigio gastronómico, mete mano al manjar. Le imagina un inusual poder afrodisíaco y, sin medirse, acaba con él. Cuando llega Mercedes, no se atreve a reconocer que se “ha jamado” él solito aquella diadema de Venus. El caso es que siente un calor extraño ascender de su estómago hacia la cabeza. Le haría el amor a Mercedes en ese mismo momento si no fuera porque se tiene que ir al baño urgentemente. En el trance, llega la camarera con el primer plato. La joven tiene que esperar a que vuelva Román para recitar el informe gastronómico. En la espera se percata de que ha desaparecido el centro decorativo de la mesa. “¿No había aquí un centro de mesa?". Mercedes no lo recuerda. 
 


Ayer por la noche fuimos a cenar L. y yo a un local algo más modesto, pero con su pertinente Estrella Michelín. Los colegas de la adolescencia me agasajaron con “menú homenaje para dos” en el Restaurante Cañabota de Sevilla con motivo de mis cincuenta años en la Tierra. Impelidos por el regalo, hicimos las veces de Mercedes y Román. Apreciamos in situ el esfuerzo de crear texturas, colores y sabores, además de la parca pero precisa presentación de los platos. Eso sí, el “sommelier” era una “tablet” que un tipo argentino traía y colocaba en la mesa. Luego el joven mezclaba con seriedad adjetivos congeniables con otros ámbitos de la vida que dejo al lector colocar en donde prefiera (afrutado, fresco, terso, duradero, etc.). Con ellos complementaba toda la épica del condumio. Digo épica porque la juglaría gastronómica ha inventado una forma original de presentar las hazañas cocineras del chef de cada casa, dejando a los comensales entre pensativos y confundidos, entre admirados y desposeídos de la tradición. Este nuevo “oficio de cocineros” viene abalado por los programas de televisión, los reportajes de la prensa (El País tiene una sección diaria para estos nuevos héroes) y los canales temáticos.

Qué quieren que les diga: hace cuarenta años, en la misma ciudad donde la gente se come los centros de plancton luminiscente, mi tío José Macario, Quiqui, (que en la gloria de Dios esté) cocinaba un guiso de rape que quitaba el “sentío”. Agradezco a mis panas el convite de anoche, que recordaré con gusto durante mucho tiempo, pero reivindico la olla, el plato hondo y redondo, y el bollo de pan; además, como no, de a mi tío. Espero que entre tanto nitrógeno líquido y soplete aún quede sitio para las casas de comida de toda la vida.


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