En el aula en donde habito desde el 18 de junio hay una tarima estrecha que acompaña toda la longitud de la pizarra. La tarima cruje como el suelo de un galeón en la tormenta. Por ella han desfilado diecinueve opositores de diferentes temperamentos, edades y cualidades. Sin lugar a dudas me retrotraen al año 2000, cuando yo estaba en las mismas. La mutabilidad del mundo ha convertido esta prueba en algo más sencillo: ahora extraen tres bolas de doce y eligen una para desarrollar su unidad didáctica, a diferencia de las dos de setenta y dos que se sacaban por aquel entonces. Recuerdo que en la encerrona estuve más tiempo en el baño que en la clase donde preparaba la exposición. Momentos antes, en la extracción de las dos bolas, una de ellas se perdió rodando bajo un mueble de la sala de profesores donde tenía lugar el procedimiento. El miembro del tribunal que me acompañaba me indicó que tenía que reptar para alcanzarla, pues no habría otra. Los temas fueron “El sintagma nominal” y “Las vanguardias”. La bola perdida bajo aquel mueble, entre las pelusas acumuladas durante miles de años, pertenecía al tema de literatura. Ya frente al tribunal, se me quebró la voz. Una mujer se levantó y me ofreció un vaso de agua. Un extraño flujo de conocimiento se compenetró con mi garganta y empecé a largar fiesta. Tras cincuenta minutos exponiendo, el mismo señor que me hizo rescatar la bola, me formuló una pregunta que se quedó suspendida en el aire unos segundos. Esa pregunta supone para el opositor la puntilla o la gloria. En mi caso me dio la oportunidad de mostrar mis conocimientos desde una perspectiva menos encorsetada.
Cuento todo esto porque la Orden que convoca las oposiciones de las que he sido miembro de un tribunal no recoge en ningún lado que dicho tribunal pueda formular pregunta alguna al opositor. No se dice que no se pueda preguntar, pero tampoco que sí se pueda hacer, por lo que tácitamente se anima (o desanima) a que no se pregunte. Ahí es donde aparece el miedo, pero una forma de miedo enrevesada e inhumana: el miedo de las instituciones al individuo. El tribunal no habla, no opina, no aconseja. Es un mármol duro que solo observa. Todo podría ser un producto nacido al calor de la Quinta Enmienda de los EE.UU. en la que figura que “todo lo que diga podrá ser usado en su contra”. Es la mudez del Estado que únicamente ejecuta. El opositor se va con un apunte que cuantifica lo realizado en la prueba, pero nunca un análisis más exacto de sus errores. Es fundamental no ofrecer ninguna oportunidad para que se abra un litigio. Contra la nada es imposible alegar nada.
Por un lado, este miedo está enmudeciendo y deshumanizando a la sociedad poco a poco; por otro, las máquinas que hablan, las pantallas que recogen los pedidos que antes hacían las personas, las grabaciones que dan órdenes o los algoritmos que recalculan lo que antes calculaba un humano están enmudeciéndonos cada vez más. Mi mecánico habla más con Siri que con su amada. Y “así seguimos, golpeándonos, barcas contracorriente”, lanzados sin cesar hacia el futuro, y sin una pregunta que nos dé la oportunidad de alcanzar la gloria o que nos dé la puntilla.
Cuento todo esto porque la Orden que convoca las oposiciones de las que he sido miembro de un tribunal no recoge en ningún lado que dicho tribunal pueda formular pregunta alguna al opositor. No se dice que no se pueda preguntar, pero tampoco que sí se pueda hacer, por lo que tácitamente se anima (o desanima) a que no se pregunte. Ahí es donde aparece el miedo, pero una forma de miedo enrevesada e inhumana: el miedo de las instituciones al individuo. El tribunal no habla, no opina, no aconseja. Es un mármol duro que solo observa. Todo podría ser un producto nacido al calor de la Quinta Enmienda de los EE.UU. en la que figura que “todo lo que diga podrá ser usado en su contra”. Es la mudez del Estado que únicamente ejecuta. El opositor se va con un apunte que cuantifica lo realizado en la prueba, pero nunca un análisis más exacto de sus errores. Es fundamental no ofrecer ninguna oportunidad para que se abra un litigio. Contra la nada es imposible alegar nada.
Por un lado, este miedo está enmudeciendo y deshumanizando a la sociedad poco a poco; por otro, las máquinas que hablan, las pantallas que recogen los pedidos que antes hacían las personas, las grabaciones que dan órdenes o los algoritmos que recalculan lo que antes calculaba un humano están enmudeciéndonos cada vez más. Mi mecánico habla más con Siri que con su amada. Y “así seguimos, golpeándonos, barcas contracorriente”, lanzados sin cesar hacia el futuro, y sin una pregunta que nos dé la oportunidad de alcanzar la gloria o que nos dé la puntilla.
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