Mi atlántico (por su cuna gaditana y por sus portentosas espaldas) amigo A. invierte 62 euritos al mes en pienso gatuno de calidad para sus dos micifuces. Bien se podría pensar que el esfuerzo es sólo económico, pero, como el adjetivo atlántico anuncia, también se trata de un esfuerzo físico: cada 30 días se acerca a El Corte Inglés caminando (1,1 km., según Google maps) y vuelve a casa con cuatro bolsas de Royal Canin por prescripción veterinaria: “Whiskas los mata lentamente”, le dice el albéitar.
Entre otras muchas cosas, admiro a A. porque, aun sabiendo que los mininos le arrancan las teclas de su portátil, que se comen lo que haya en la despensa y que afilan sus garras controvertidamente en cualquier lugar inapropiado, el hombre se preocupa por su alimentación. Pienso en ello mientras leo que el gobierno chino (esa gran centrifugadora) antes de los Juegos Olímpicos a una de las cosas a las que se dedicó con más afán fue a matar de inanición, encerrados en almacenes, a toda la gatunería pekinesa. Los malpensados desembarcarán en el lugar común del uso culinario de estos especímenes en los restaurantes citadinos. Sólo pensarlo me pone enfermo. La inanición es una forma perfecta y barata de eliminar a cualquier ser viviente y, además, los chinos siempre han preferido a los patos.

Si le hubiesen dejado, Ai Weiwei bien podría haber eliminado a los gatos con su famosas pipas de porcelana...
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