[...] "Durante unos días la boca le sabrá a clavo. Poco a poco se irá perdiendo ese saborcillo y usted volverá a sentir el gusto habitual de los alimentos". Habla la auxiliar que se ha quedado junto al sillón de tortura mientras que la dentista y la otra ayudante van a explorar la boca de otro incauto en la sala de al lado, posiblemente el piscinero. El símil con los alicatadores de baños que tienen abiertas cinco obras a la vez y que abandonan tu hogar justo cuando van a colocarte el inodoro es lo primero que se me viene a la cabeza. La joven se sienta a mi lado y se pone a pasar unos folios a la espera de que vuelvan las otras dos. "¿Estudias?", le pregunto. "Sí, psicología a distancia. La doctora está pensando ya en la jubilación y no me quiero quedar en la calle". La chica me expone sus cuitas: "No me gustan los hospitales. Mis amigas están en Portugal, pero yo no quiero dejar la ciudad para ir hasta allí.". Del futuro salta verborreicamente a las motos, su gran pasión a pesar de haber tenido un accidente urbano: "Cuando iba de paquete con mi novio, él quiso pasar entre dos autobuses en la Avenida y mis muslos no pasaron. Me quedé encajada". La joven, más cerca de una diosa de la fertilidad neolítica que de otra cosa, no puede vivir sin sentir el aire mesando sus cabellos y el culo aplanado por efecto de sus ochenta kilos, un viaje del tirón a Chipiona y la gravedad.
Vuelve la plantadora de clavos. La temo como un tipo con juanetes una bulla: en la última visita me inyectó la anestesia y, a la espera del efecto, me acarició la cara y me cantó por Serrat al oído ante la indolencia de sus muchachas. Hoy toca otra técnica: "¿Qué hace este fin de semana". Tengo la boca casi desencajada por el aspirador y unos alicates; la respuesta no es tan simple como para poder fabricarse con un simple guiño de ojos. "Yo voy sola a una boda sin conocer a nadie. La novia me ha invitado a mí y se ha olvidado de gente más cercana a ella". Pienso que la novia y su futuro esposo están engolfados en la manteca que puede soltarles una artista de la ortodoncia. "¿Usted qué ve que haga?". No doy crédito. Casi que parece que me pide que vaya con ella. Las auxiliares, ambas a un lado y a otro acompañando a la titular en la última bajada espeleológica a mi dentadura, ponen sus ojos en mi cavidad bucal y callan. Me apena que se protejan las suyas por higiene sanitaria con esos tapabocas. "Yo voy a-a-a-a o-tra", le digo en cuanto puedo. "¿No será la misma?". No creo, claro; la mía es de C., insigne profesor universitario, y B., una tatuadora, conductora de Harleys y practicante de kick boxing. Veo que la noticia la entristece. Me da la mano de teleñeco (floja y sin apretar) y me despide.
Vuelvo a casa con una cita, la consigna de pasar todo por la batidora y la boca como si hubiera mascado una semillería entera. La soledad es un animal pegajoso que busca a seres desguarnecidos. En el fondo, me agrada este sabor.
"Mano de teleñeco"... me la apunto!
ResponderEliminarPlas, plas, plas. Onomatopeya de aplauso. Grande.
ResponderEliminar...y esa manía de hacer preguntas y más preguntas cuando tu boca está llena de aparatos de tortura???dicen que es para que uno se relaje.....pueees.....¡yo me pongo de una mala baba!(y nunca mejor dicho,porque se me cae toda,todita ,toda,ja,ja....menos mal que no tenemos un espejo delante,porque el espectáculo debe ser penoso,ejemm).Llevaba tiempo esperando leer la continuación de tu visita al dentista,y...has clavado ese desasosiego generalizado del que se recuesta en esos asientos reclinables,taaaan cómodos,y que tanto nos horrorizan!!!!qué tendrán los dentistas??no sé a qué le tengo más miedo,si a los dentistas...o a las cucarachas,ja,ja....nada que ver,pero el miedo es el mismo!sigo siendo anónima...pero soy Bea!
ResponderEliminar