viernes, 13 de mayo de 2011

Poyejali!


Día de dentista. Urgencia como siempre. La sala de espera es un triángulo con sofás de escay y mesas bajas llenas de advertencias confeccionadas seguramente por las ayudantes de la doctora titular y enmarcadas por gentileza del chino del barrio: “¿Está usted embarazada o puede estarlo? Adviértaselo a su dentista”. No es el caso.

Me acomodo junto a mis iguales dolientes. Un joven en bañador (sic) y chanclas, y una treintañera leyendo un libro de la colección El Barco de Vapor (Pupi se da un baño muy accidentado). Algún gurú de la decoración en consultas privadas ha lanzado el mensaje de que la televisión de pantalla plana en transmisión infinita (nunca se apaga, haya quien haya frente a ella) es un regalo para los que no tienen la paciencia del cazador. El muchacho piscinero se hace con el mando, decidiendo que lo más interesante de la parrilla matinal es un programa rompepelotas dirigido por la almohadillada Susana Griso: un monográfico sobre el terremoto de Lorca con breves incursiones a la Audiencia de Cádiz por el caso de la mamá de la esposa de Jesús Janeiro Bazán. Desde el punto de vista televisivo no hay nada que decir, por tratarse de un burdo remedo de todo lo que hay; desde el punto de vista humano, la cosa es para echarse a llorar. La Griso pone cara de Virgen dolorosa en una micropantalla superpuesta sobre un escenario de tiendas de campañas por donde desfilan damnificados del seísmo para ser entrevistados por un individuo de camisa a cuadros que no se sabe exactamente si va a romper a llorar o a descojonarse. “Tenemos aquí a otro vecino”, un africano bajito con cara de preocupación; “no sé si vamos a entender lo que nos quiere contar; ¿cómo se encuentra usted y su familia”. El hombre contesta con un perfecto español (con algo de acento, naturalmente) a todas las preguntas del periodista o lo que quiera que sea. El piscinero ante las estremecedoras imágenes de fallecidos, derrumbamientos en directo y gente saliendo de entre los escombros sólo acierta a decir “hostia, quillo”, “hostia, quillo”, “hostia, quillo”. Lo peor es que me mira buscando mi complicidad y mis “hostiasquillo”.

Escapo más o menos. Incrusto la vista en el libro del que me acompaño (Una biografía soterrada de Sergio Pitol). Imposible. Me llama una auxiliar y me sienta en la silla de tortura. Llega la dentista. “Abra la boca. Le duele aquí. Y aquí. Aquí sí, ¿no? Aquí, aquí”. Joder, ahí, sí. “Hay que reconstruirle la muela y hacer una endodoncia en la muela del juicio... o se la arranco. ¿Qué prefiere?” Las preguntas del sí o del no tienen la artera condición de dejarte k.o. sólo de pensar en la respuesta. Las dos auxiliares me miran con fijeza. Una contestación rápida. “¿Tiene problemas de dinero? ¿No? Pues entonces consérvela. ¡Vámonos!”. Poyejali! La misma palabra que soltó Yuri Gagarin en abril de 1961 cuando se activaron los motores del Vostok 1 con el que llegaría a ver las estrellas, como yo en el mismo momento en que comenzó la operación.

Plano contrapicado: por el lado derecho la papada prominente de la dentista (60 años, 1 metro y 52 cm.) salpicada caprichosamente de cerdas díscolas y una mirada que bizquea tras unos espejuelos dorados; por el izquierdo, unas pestañas looping de la auxiliar y unos hermosos ojos verdes. Al fondo, la lámpara. (Continuará...)

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