Interior de la sala de urgencias de traumatología. Un hombre de unos 60 años acompaña a una mujer en una silla de ruedas que se duele continuamente. El hombre lee Mientras el aire es nuestro, una antología poética de Jorge Guillén. La visión me produce un estado de conmoción celebratoria, un filón lírico que me hace olvidar por momentos el dolor racheado del hombro. Pensé que se trataba de un hombre sensible, dedicado en cuerpo y corazón a cuidar de su amada convaleciente, la cual no paraba de suspirar, ya de dolor, ya de amor. “¡Cállate ya, hostias!”. No doy crédito; el tipo se revuelve en su asiento, mete el libro en una bolsa y saca otro: Luz del mundo entrevista a Benedicto XVI. Intento conectar el exabrupto con el cambio radical de género literario y contenido del volumen. Creo que la Iglesia sigue siendo un elemento perturbador en las relaciones humanas o, al menos, este hecho es la constatación de que, a pesar de las desafortunadas clausuras del Infierno y del Purgatorio, el mal sigue entre nosotros con ropajes de cordero lector de poesía. El tipo me parece ahora un ser despreciable.
Miro hacia el lado contrario. Una joven de treinta y pocos bronquea a un hombre de su misma edad, circunspecto y con barba de dos días. No la mira, sólo llora y escudriña el frente (suena un andante mozartiano mientras sus lágrimas recorren los valles y las atalayas de su gesto). “Si es que eres mu melón, Chini, de baja en el trabajo y dando volteretas en la playa. Po tómate por culo”. Se para la música. Me apena observar que los gestos de amor se desvanecen a golpe de palabra. Mi último intento de encontrar la humanidad que necesito se va al traste cuando un tipo en babuchas (venía de su casa) y con el brazo escayolado se sienta a mi vera. Huele mal, muy mal. Un hedor entre orín equino y sudor embalsamado. El pelo, abundante y efervescente, es una plasta similar a la peluca de quita y pon de un airagmboy. Huyo en busca de un oasis de paz. Una voz femenina sale del techo pronunciando mi nombre: “Sr. Fritanga, consulta nº 2). Me interno en busca de una mano amiga. Me recibe la doctora Santos León, una amazona escultural con gafas de pasta. Esconde en su mirada el secreto de Hipócrates y la sabiduría de un MIR acabado de aprobar. Más en próximas entregas.
POST SCRIPTUM: Todo lo contado hasta ahora es cierto hasta en las comas.