Cuido a mi madre en una habitación hospitalaria. El blanco níveo de sus paredes guarda el calor de un ser impar. Vigilo, como si se tratara de un líquido precioso, la gota que oscila temblorosa en el interior del gotero porque de ella depende el descanso de mi madre. Duerme el sueño de los calmantes y de las horas interminables de la convalecencia. En la noche, junto a ella, pienso en el tiempo, en el dolor, en la entrega sin precio y en la felicidad inconsciente de un niño amado por una madre primeriza. No lo pide, pero todas las personas que la quieren pasan esta noche por aquí en forma de amigables voces que llaman por teléfono, en justa respuesta al cariño que ella ha regalado a lo largo de sus años en la Tierra. En mi cama incómoda de acompañante en continua vigilia reflexiono de madrugada sobre la posición caprichosa y mudable del centro del Universo. Hace días que ese ombligo de luz está donde está mi madre. No puede haber mayor dicha.
Durante las horas de vigilia no se debe pensar. A esas horas todo lo que sale de las meninges nunca es amigable. Es una suerte haber llegado a una reflexión tan bella y emocionante como la de su entrada.
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