Estuve en Madrid
asistiendo a unas master class
en torno a asuntos varios. Me dio acomodo en la capital la amiga
Monique, una joven intrépida versada en la meditación vipassana
antaño y ahora ayudante de producción del Teatro Circo Prize.
Disfruté de un espectáculo a medio camino entre lo circense y el
drama, que demostraba que existe vida más allá del cada vez más
cursi mundo del Cirque du Soleil.
También vi las luces de la gran ciudad desde la planta número 15 de
un edificio donde tenía lugar una fiesta. Sito allí estaba el
estudio del arquitecto José Mª Sánchez García, que daba de beber
y mostraba sus proyectos.
Conocí la afamada noche madrileña (sin rastro ya de las sombras
alargadas de trasnochadores valle-inclanescos) con sus garitos y
seres nacidos del serrín de la vida contemporánea. Acodado a una
barra penetré (o me metieron directamente) en las cuitas de garrafón
de una joven cuarentona que en 20 minutos me contó (aseguro que no
tuve que preguntar nada) que se dedicaba a la reeducación de
animales a domicilio. Según ella, se inició en estas artes
pedagógicas porque el perro que compartía con su anterior pareja le
mordió el labio superior. Llevada la mascota a un psicólogo canino,
el profesional le aclaró que el perro no aceptaba el tercer puesto
en una casa donde el lugar más alto del podium
lo ocupaba su hombre, del que estaba perdidamente enamorado el propio
animal. Herida en el corazón (y en el labio), despechada por un vil
can al que siempre había prodigado un inmenso amor, abandonó al
colega y a Chotis (sic), pero sintió que la llamada de la selva la
convertía en una nueva Dian Fossey de la fauna urbana. “No me
puedo permitir una consulta. La gente me llama y voy a sus casas. Que
si hay que reeducar a un perro, pues lo observo y, si es necesario,
me lo llevo. Creo en el collar eléctrico y las descargas. Lo demás
son tonterías. He leído bastante sobre el tema”. Con la copa de
vino incrustada en la boca y mirándola a los ojos, pensé que la
crisis no sólo estaba acabando con la trama de protección social,
sino que hacía crecer situaciones monstruosas más allá de nuestra
imaginación.
Salimos
del bareto en grupo para embocar la entrada del metro. La reeducadora
era ahora novia de un joven (desconozco si propietario de algún
animal) que pasaba sus mejores horas entre los bastidores de un
teatro de relumbrón. El hombre procesionaba delante de nosotros con
el espíritu demediado de los que laboran de soles tempraneros a
lunas avanzadas. Me despedí de la chica, que antes de decirme adiós
me aclaró que estaba sacándose el Bachillerato y que bailaba funky
en una tienda de ropa de horario estajanovista.
Caminé a casa de Monique observando la caprichosa trasmutación de
las sombras y de las gentes: almas adolescentes en pena a la búsqueda
del amor de botellón finisemanal. Les envidié la lozanía, no el
espíritu. Anda uno ya en otros menesteres más propios de su edad.
Bajo el edredón pensé en que la vida perra está totalmente
desligada de la condición de ser un chucho o no. La vida perra nos
la endilgan desde fuera gentes desalmada que leyeron tres libros de
psicología animal, de economía o de socio-política práctica. El
collar eléctrico es lo mejor que nos puede pasar. Good night.
Good night to you, sweet prince!
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