viernes, 12 de octubre de 2012

De la vida perra y otros azares


Estuve en Madrid asistiendo a unas master class en torno a asuntos varios. Me dio acomodo en la capital la amiga Monique, una joven intrépida versada en la meditación vipassana antaño y ahora ayudante de producción del Teatro Circo Prize. Disfruté de un espectáculo a medio camino entre lo circense y el drama, que demostraba que existe vida más allá del cada vez más cursi mundo del Cirque du Soleil. También vi las luces de la gran ciudad desde la planta número 15 de un edificio donde tenía lugar una fiesta. Sito allí estaba el estudio del arquitecto José Mª Sánchez García, que daba de beber y mostraba sus proyectos.


Conocí la afamada noche madrileña (sin rastro ya de las sombras alargadas de trasnochadores valle-inclanescos) con sus garitos y seres nacidos del serrín de la vida contemporánea. Acodado a una barra penetré (o me metieron directamente) en las cuitas de garrafón de una joven cuarentona que en 20 minutos me contó (aseguro que no tuve que preguntar nada) que se dedicaba a la reeducación de animales a domicilio. Según ella, se inició en estas artes pedagógicas porque el perro que compartía con su anterior pareja le mordió el labio superior. Llevada la mascota a un psicólogo canino, el profesional le aclaró que el perro no aceptaba el tercer puesto en una casa donde el lugar más alto del podium lo ocupaba su hombre, del que estaba perdidamente enamorado el propio animal. Herida en el corazón (y en el labio), despechada por un vil can al que siempre había prodigado un inmenso amor, abandonó al colega y a Chotis (sic), pero sintió que la llamada de la selva la convertía en una nueva Dian Fossey de la fauna urbana. “No me puedo permitir una consulta. La gente me llama y voy a sus casas. Que si hay que reeducar a un perro, pues lo observo y, si es necesario, me lo llevo. Creo en el collar eléctrico y las descargas. Lo demás son tonterías. He leído bastante sobre el tema”. Con la copa de vino incrustada en la boca y mirándola a los ojos, pensé que la crisis no sólo estaba acabando con la trama de protección social, sino que hacía crecer situaciones monstruosas más allá de nuestra imaginación.

Salimos del bareto en grupo para embocar la entrada del metro. La reeducadora era ahora novia de un joven (desconozco si propietario de algún animal) que pasaba sus mejores horas entre los bastidores de un teatro de relumbrón. El hombre procesionaba delante de nosotros con el espíritu demediado de los que laboran de soles tempraneros a lunas avanzadas. Me despedí de la chica, que antes de decirme adiós me aclaró que estaba sacándose el Bachillerato y que bailaba funky en una tienda de ropa de horario estajanovista. Caminé a casa de Monique observando la caprichosa trasmutación de las sombras y de las gentes: almas adolescentes en pena a la búsqueda del amor de botellón finisemanal. Les envidié la lozanía, no el espíritu. Anda uno ya en otros menesteres más propios de su edad. Bajo el edredón pensé en que la vida perra está totalmente desligada de la condición de ser un chucho o no. La vida perra nos la endilgan desde fuera gentes desalmada que leyeron tres libros de psicología animal, de economía o de socio-política práctica. El collar eléctrico es lo mejor que nos puede pasar. Good night. 

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