Mi vecino de arriba,
militar profesional, una noche le dijo a su amada en el balcón que
en las guardias ya no pensaba en ella. Lo oí este verano mientras
intentaba conciliar el sueño entre el olor a pólvora quemada y el
zumbido de un escuadrón de mosquitos. “¿En qué piensas
entonces”. Me costó entender lo que decía el marcial amante, pero
conté las sílabas escandidas en el aire y ya no dudé de su
respuesta: “En el fútbol”. Toma ya, y eso que aún no había
empezado a liga. Hoy supongo que habrá instalado la raya verde
césped en su televisor porque patalea, gruñe, insulta, habla solo y
mueve muebles estrepitosamente. Que conste que no me molesta. Pienso
en ella, que aún no ha cogido el primer tren con destino al Edén y
que andará refugiada en cualquier búnker anti-fútbol improvisado
en el mismo hogar. Desde allí sale una vocecita (la oigo desde donde
escribo) que pregunta “¿Empataron?”. “¡Hijos de puta, en el
último minuto!”. Ahora sé que no se irá a ningún lado; esa
pequeña concesión al resultado me demuestra que amará tenazmente a
este hombre que en las guardias de guardar nada andará imaginando
quinielas imposibles a la par que ella lo sueña en batallas
distantes, guerras furibundas que lo barran del mapa y le procuren a
ella la vida feliz que un día le prometieron. ¡Oh, amor, cuánto
dueles!
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