jueves, 13 de diciembre de 2012

La vida capitalina



Estuve en Madrid. Un rato apenas, lo justo para registrar los colores pastel de la vida contemporánea. La bella y amable Monique me dejó de nuevo instalar mi humanidad en ese piso compartido con otras cuatro chicas. Cuando llegué, una de ellas estaba en la cocina pimplándose una botella de Rioja en un gesto autocelebratorio de arquitecta premiada. Su estudio había ganado un concurso para construir en Qatar una expo olímpica de 4000 metros cuadrados donde se diera nota de qué fueron y podrían ser los Juegos Olímpicos costeados por petrodolares en el espacio tan remoto como hortera de Qatar. Me dio la impresión de que la joven intentaba beber para olvidar. No me extrañó.

Por la mañana, salí temprano para coger el metro y surcar la periferia. En el frío galáctico del amanecer, vi imágenes horrendas de lo que muy pronto ocurrirá (si es que no ocurre ya) en las ciudades de provincia por pura mímesis: dos jóvenes se dedicaban a recoger botellas abandonadas de un botellódromo improvisado al lado de la Puerta de Hierro, mientras que el servicio de limpieza hacía lo propio a escasos metros. Alcohol de segundo buche, pues en su búsqueda cataban con desgarbada postura los elixires de los malos cálculos y el hartazgo de adolescentes que beben maquinalmente por no caer en la cuenta de que la vida de ahora ya emborracha por sí sola. En el metro seguí observando cual entomólogo las pequeñas vidas de mis congéneres. Al igual que existía un alcoholismo de segundo buche, también, en las entrañas del metro, existían otras manifestaciones del frío espiritual que recorre Occidente. Determiné que hay una forma de amor no catalogada en las bibliografías al uso y que podría denominarse Amor de Prosegur. Hombres desfondados humanamente, seguratas a 700 pavos brutos el jornal, requebrando todas las mañanas a limpiadoras y taquilleras igualmente hastiadas.

Camino de Las Rozas, se me ofrecieron vistas del show business favorito de hace una década: el hormigón podrido de urbanizaciones a medio hacer, las soledades del piso piloto y el eco demente de las obras sin finalizar. Menos mal que Guadarrama estaba nevada a lo lejos y que el sol escamoteaba estas visiones de arquitectura fallida con sus caprichosos juegos en la niebla.

Amigos, vivir en la City tiene sus mermas, pero creo que aún, como decía mi amiga Geraldine de sus paisanos parisinos, aún no tenemos la cara cuadrada de los habitantes de las grandes urbes. Vayan a Madrid con el firme propósito de disfrutar, pero también de volver. Salud. 

2 comentarios:

  1. Cada vez que pasas por casa somos carne de canyon pseudo literario... para que luego digas que no te damos carnaza sobre la que escribir.....

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  2. Y qué les hace seguir viviendo ahí? Por qué no salen corriendo a toda prisa, sin mirar atrás?

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