Embaucado por el verde de los jardines lejanos,
observo la construcción de una torre
cuya alma no tiene acceso al ascensor
público,
pero sí al montacargas.
La calima convierte la cadena montañosa
del fondo
en un mar de orillas aéreas que no
pisaré hasta que alguien
me regale un camino de tablas para
condesar el deseo
en un sendero de posibles.
La tarde arrecia con su luz sobre los
edificios blancos;
devuelven su fe en las formas con la
pulsión
que guarda la arena al mediodía.
Desierto blanco que nos invita
a calarnos de fósiles hasta la
memoria,
sin dejar que nos distraigamos cuando
llega la extraña realidad.
No me digas hoy que tampoco vivimos en
la misma ciudad.