En la granja donde he trabajado hasta esta bendita mañana, existe un ser de otro tiempo, un hombre prehistórico que imparte a los pollos sensibilizados con las finanzas la asignatura de economía. P., cuyo nombre responde a esta inicial, es un hombre achatado, macizo, como si le hubiera caído encima un yunque tamaño humano. Su estilo es italianizante: una frente amplia, unos rizos apelmazados y esculpidos en el cráneo a base de fijador y una mirada entre fiscal antimafia y capo. La ropa es buena, pero parece o que ha perdido 40 kilos y no ha visitado a su sastre para redefinir su atuendo o que tiene un hermano más grande que él que le pasa la ropa. Su mayor tarea diaria es encajarse en la pantalla del ordenador de la sala de operarios para escrutar las páginas que envenenan sus sueños: Expansión, la bolsa de valores y los vuelos baratos a Nápoles, adonde va de vacaciones a pasear su humanidad al frenético ritmo del Sur. Se mea encima de cualquier incauto que maneje términos propios del optimismo económico tales como los desfasados "brotes verdes". A P. no hace falta preguntarle sobre cómo va el asunto; él mismo opina con voz de gondolero en invierno: "Orrvidarrse de la extraordinaria; nos van a pagá un mojón". El caso es que el hombre no es un estilista del lenguaje técnico, pero ha hecho una biblioteca de economía en el departamento que ya quisieran muchos. Un día me dijo que Paul Krugman era un rojo y otro que a Tony Judt no lo conocía, pero que si también salía en El País había que leerlo como Las 50 sombras de Grey: con los pantalones bajados (?).
Tuve la ocasión de ver los apuntes que él confecciona y que los pollos estudian de pe a pa sin ningún tipo de crítica ni guía: "Los movimientos de antiglobalización están formados por radicales de izquierda, cabreros, poetas, gays y lesbianas, cantautores, etc.". Enemigo radical del altermundialismo, su compromiso con la realidad es indiscutible. Ha creado un concurso entre los pollos más talluditos para introducirlos en el apasionante universo de la Bolsa. El ranking era publicado semanalmente en el corcho del corral para deleite de las aves ganadoras.
Esta semana, llevado por la bohomía que lo caracteriza (esto es un dato cierto), nos ha agasajado a los operarios aviares con uno de los productos estrella de su tierra: 10 kilos de gamba blanca de Huelva transportadas en bolsas al estilo Pantoja. El hombre repartió afanosamente en platos plástico el contenido. A puñados fue llenando la vajilla y disponiéndola en la mesa de la sala (eran las 11:30 de la mañana), como si sus manos fueran una grúa de esas máquinas de feria con la que nunca conseguías agarrar el reloj calculadora que tanto deseabas. Con el mismo gesto de repartir las gambas, soltó sal sobre los platos. Ahí mató la ilusión de asistir a una orgía marítima, a una bacanal onubense: tras la ingesta de una simple gamba, era necesario trincarse un vaso de tubo lleno de agua hasta el filo. Pero como la afición a la gamba es mayor que el respeto por la tensión arterial, los obreros del corral, celebratorios y expansivos, se trajinaron los platos con sonrojante velocidad. Como en la Égloga III de Garcilaso, "en el silencio sólo se escuchaba, un susurro de..." dientes famélicos que desnudaban las gambas a ritmo militar. El festín acabó. P., orgulloso de haber agasajado a sus más o menos pares con esta comilona, se volvió al ordenador y estuvo manejando la calculadora, no sin antes afirmar de manera enigmática que aquello no lo había pagado él. A saber.
Todo ello me lleva a pensar que hay niveles de rumbosidad a la hora de festejar lo que sea. P., como decía una joven enamorada del marisco, "ha hecho insuperable este día". Con un tipo que adoctrina a los pollos con estas soflamas de ultraneoliberalimo radical, prefiero la tortilla fría del Mercadona que alguien cuela de rondón de vez en cuando. Revisen los cuadernos de sus hijos. Nunca se sabe quién está detrás. Feliz fin de semana, pollos.