El
verano se esfuma. Al menos en el calendario. En Facebook, como todos
sabemos, siempre es verano. Las fotos de viajeros indómitos, de
poses varias en entornos más o menos idílicos y acompañantes más
o menos exóticos (en el caso de que la foto tenga una trascendencia
personal incompartible se aparecerá solo) se han prodigado y se
prodigarán por nuestras pantallas hasta que Marky Zuckerberg
o sus herederos quieran. Nos alegramos de que nuestros mejores amigos
(amigos) se fundan en el azul del Mediterráneo, sonrían a duras
penas desde una tirolina en un bosque colgante en Costa Rica, se
fotografíen con algún lugareño en la India o manden imágenes de
ensueño de parajes insólitos por su belleza. Todo esto dentro de
unos límites. Cuando el asunto crece cuantitativa y
cualitativamente, la sonrisa inicial se va transformando en algún
exabrupto pronunciando entre labios y, en el peor de los casos, en
atrabiliaria envidia que degenerará en un movimiento de ajedrecista
descuidero: colocar a estos seres olímpicos a la cola de nuestros
muros para no soportar su suerte, su imaginación, su gusto, su
capacidad para captar lo hermoso y, en definitiva, su cartera o su
tiempo.
Claro
que también sabemos que Facebook tiene la capacidad de podar los
estados intermedios del viaje. Nada sabemos (sólo los más
patentemente melancólicos se dan a ello) de esperas, mosquitos,
calor, pérdidas de equipajes, robos, fotos fallidas, broncas
familiares, decepciones, comidas de rancho a precio de restaurante,
etc. Hay afortunados que ni siquiera lo padecen o ni siquiera se
podrían permitir padecerlo en público. Lo dicho: Facebook es un
mundo de seres olímpicos.
Estas
notas vienen al hilo de una disculpa que he de pedir por algo que
comenzó una mañana de este bello verano. El nacimiento de nuestro
hijo Santiago (feliz ocasión de verdad) planteaba unas vacaciones
tranquilas, peninsulares y de infantería. El hecho de que el joven
tenga sangre galaica por uno de sus costados (por los otros,
gaditana, sevillana y boricua) hizo conveniente que huyéramos hacia
las Tierras de la tarde para que sus abuelos gallegos disfrutarán
del infante. Desde Compostela buscamos acomodo en A Costa da Morte,
en un apartamento de alquiler de una localidad llamada Corme. Vistas
a la ría, playas de aspecto californiano y agua gélida (sin
necesidad de practicar la lucha grecorromana para colocar una
toalla), pescadería local con buen género, parajes naturales con
vistas al mar, restaurantes de cartas sin inflación estival, faro
hopperiano y un número cuantificable de veraneantes hicieron de la
estadía un descanso suizo. Una mañana encontré en youtube un vídeo
de “Mis gafas”, un temazo de cuando La Orquesta Mondragón y
Gurruchaga estaban en la cresta de la ola y las letras las firmaban
Luis Alberto de Cuenca y Eduardo Haro Ibars. La canción cuenta la
historia de un tipo que viaja a lugares exóticos (Malibú, Estámbul,
Honolulú, Xanadú) que por obra y gracia de unas gafas mágicas
logra el eterno tándem freudiano de dinero y chicas. Con el runrún
de la canción me fui a caminar temprano por los alrededores de Corme
y fotografié la playa de Laxe, pueblecito costero que se me ofrecía
a la vista desde el faro. Luego lo colgué con esta leyenda: “Malibú
desierto. Sin cruceros, sin perros, sin cuerpos”. El
resto vino solo. Fui trufando las fotos propias de estos días con
otras extraídas de google, colocando siempre un nombre de la costa
californiana o una anécdota inventada o rescatada de otras
situaciones y otros sitios al lado de las mismas. Topónimos como
Corme, Laxe, Malpica, Traba eran sustituidos por Point
Mugu State Park camino de Santa Bárbara, Monterrey, Cannery row,
Santa Cruz, Palo Alto, San Francisco... La Ruta 1 de la Costa Oeste
era tan nuestra como nuestro era el pasaje de vuelta de los EE.UU. Y
como siempre pasa con estas cosas, fueron sumándose “me gusta”,
“qué buen viaje”, “¿cómo aguanta el pequeño Santiago
California?”, “qué envidia!!!”... Parte de la tramoya también
era arreglada por los amigos de allá que preguntaban “¿Estáis
por aquí?”. En fin, que el juego sin fin aparente comenzaba ya a
ser un tanto engorroso cuando, a la vuelta, algunos nos felicitaban
por tan soberbias vacaciones, cosa que no me he atrevido a desmentir
en directo por una extraña sensación entre el bochorno y el
cachondeo (si es que existe una estación intermedia entre ambos
conceptos). Sí lo he hecho con los amigos que se mostraban más
ilusionados; algunos nos han visto debajo del Golden Gate, cuando
realmente lo que había ocurrido es que el montaje-collage de
Facebook y una mirada rápida les había convencido de que todo era
verdad.
Todo
ello me lleva a un sinfín de preguntas para reflexionar en los
próximos años o minutos:
¿Qué
percepción tenemos de la realidad?, ¿son las pantallas el bocado de
realidad que necesita el hombre contemporáneo para hacerse una idea
del mundo?, ¿qué límites conscientes hay entre verdad y mentira?,
¿puede un familia de clase media viajar durante dos semanas por
California?, ¿hay percebes en Santa Mónica?, ¿se puede uno leer
las obras completas de Faulkner si abandona la mirilla de las redes
sociales?, ¿para qué sirve facebook si no es como hornacina laica
de 10.000 semivírgenes que nos adoramos como si fuéramos el
vellocino de oro y esperamos nerviosas, con las manos entre las
piernas, el fatuo olor del incienso de un “me gusta”?, ¿qué
límites de soportabilidad tiene el ser humano ante la ingrata visión
de la felicidad de otros muy otros?, ¿es necesaria tanta dromomanía
(entiéndase el término como la necesidad imperiosa de viajar a
cualquier lado en todo momento)?, ¿qué les pasa a los tipos que no
le dieron al “me gusta” cuando la ocasión lo merecía?, ¿es
menos glamouroso Chipiona que Tailandia?
En
fin, queridos míos, doy en arrepentimiento público tanta mendacidad
veraniega. Lo siento si con tanta mistificación he causado algún
mal entre los amigos, conocidos o simplemente curiosos. Somos gente
de orden y clase media. El año que viene lo mismo nos vamos a
Islandia.
*Por
cierto, en Malpica hay un restaurante con una estrella Michelín, As
Garzas, que bien vale un viaje a Galicia. Allí sí estuvimos...
|
O pequeno Santiago co seu pai |