Lola
es una Rita Hayworth rural, agreste, agropecuaria. Pasa por el lector
los códigos de barra con eficiencia y dedicación. Mercadona la
contrató hace un año y desde entonces, en las pocas veces que he
coincidido con esta musa, he podido hacerme una idea de su vida. La
supongo hija de otra Rita que nos secuestraba el corazón en la
adolescencia cuando íbamos a robar casetes de cromo a Continente. La
imagino también perteneciente a una estirpe de cajeras que se
remonta a años atrás, cuando llegó a España el negocio de los
supermercados. Lola no está tatuada –cosa que me sorprende– y
tampoco exhibe una dentadura alienada por obra y gracia de la
ortodoncia universal de ahora. El incisivo lateral derecho sobresale
un poco, detalle este que la rescata de centrifugadora de las modas
igualatorias y la hace única. Su gracejo natural gusta a señores de
vientre prominente que van a comprar sangría hecha en lote de seis y
a las señoras que entran un momentito a por el salmón de la cena.
De ella, por su propias palabras, sé que tiene dos perros y un gato,
y que camina por las calles mirando hacia delante para no reparar en
la orfandad de los animales callejeros, hermanados con sus mascotas
por su procedencia.
Esta
Rita III o IV me ha llevado a recordar esos robos adolescentes y
vergonzantes vistos a la luz de ahora. Íbamos a Continente con los
pantalones del chándal abombachados: los bajos metidos en los
calcetines blancos de rayas rojas y azules. La técnica consistía en
poner caras de primaveras (las teníamos de forma natural), coger un
pack de tres cintas e introducirlo en los pantalones por la
cintura. La caída hasta los tobillos era rápida. Luego pasábamos
por caja con una bolsa de seis Doopies a veinte pavos el leñazo.
Atravesábamos un descampado hacia nuestras casas engollipados por
los donuts falsificados. Lejos del arco detector y de las ominosas
pegatinas del chivatazo, el mundo era ruin, pero igualmente más
feliz. El pop y el rock de los finales de los 80 lo grabábamos sobre
el cromo robado y nos sonaba a gloria en los walkman traídos de
Ceuta por el padre de un colega.
Hoy
celebro la belleza consustancial de la última Rita y también a mis
panas de entonces, chorizos impenitentes que me regalaron el sueño
de ver a Gilda a mi lado y una música (como toda la música de la
adolescencia) eterna. Salud.
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