El verano olía a chancla
quemada. La piscina municipal nos salvaba de la muerte segura. En las
noches se buscaba el fresco imposible en terrazas de verano que
treintañeros avezados en negocios de barra y garrafón abrían
próximas a nuestras residencias obligadas de verano. Los de familias
acomodadas (o más sensibles a las veleidades adolescentes de sus
vástagos) aún podían buscar el aire sanador y nocturno montados en
sus vespinos y cadys, casi
siempre en un trayecto hacia ninguna parte. La gente
iba apareciendo y desapareciendo en esos chiringuitos de interior con
cuerpos tostados por el sol de Huelva, para envidia de los que
teníamos la misma identidad perenne que los bidones de cerveza que
nos servían de asiento. La adolescencia monocroma de los pueblos del
extrarradio sin servicio de autobuses era el castigo de tántalo: las
mismas caras una noche tras otra, la misma música, los mismos veinte
pavos (que duraban hasta el viernes si se podían aguantar sin
gastar). Lo mejor del tinto de verano era chupar los hielos hasta la
hora de volver a casa.
Todo esto viene a cuento
por una visión sublime y mercadonera
esta tarde. La cajera de hoy es C., otra belleza recuperada.
La noche mágica en la que apareció hacía tanto calor que aún
cantaban las chicharras. Una chica rubia, de cola de caballo alta,
entró en aquel templo del aburrimiento con paso tímido. Sentí que
para ella era la primera noche, la noche en la que cruzaba al mundo
de lo prosaico desde un fanal divino. Una cara nueva suponía comerle
una esquina a la monotonía y soñar, aunque fuera sin vespino, que
todo era posible.
Hoy me he encontrado a C.
en el Mercadona del pueblo. El rojo constante e inextinguible de sus
labios, la cola inmutable, aquella mirada que desde el silencio
atravesaba los sueños de los chavales hartos de mortadela de verano,
seguían ahí, como si hubiera salido de la misma noche aquella. Sólo
he podido ver un inevitable descolgamiento de la papada (anecdótico,
comparado con el buche y la calvicie del que escribe), atenuado por
una elegancia natural en el desempeño de su trabajo. Aquella musa
del agosto tórrido, que siempre se mantenía en silencio entre el
grupo de amigas, emergía de las nieblas del pasado convertida en una
presencia beatífica que me transportaba a los años hermosamente
crueles de la adolescencia de aquel verano. Ahora sigue con su
discreto encanto: saluda con apenas dos palabras y no pierde un
rictus entre lo melancólico y lo virginal mientras pasa con
indolencia la caja con los seis cartones de leche de la cinta
transportadora a la rampa de recepción. Comienzo a pensar que
Mercadona es un Parnaso moderno de tapadillo al que unos acuden para
nutrir alacenas y arcones, y otros, los menos, a saldar cuentas con
la memoria y la mortadela. Good night, my friends.
¡Qué bonito, qué sencillo, qué bien! Contra el crucerismo turistero de hoy,nostalgia estival revivida.
ResponderEliminarA.Camacho