Las nuevos envites
amorosos a los cuarenta son, en su mayoría, ferozmente adolescentes.
Me contaba un colega que su amigo X (45 años, cuerpo de marrajo
sobrealimentado) había comenzado una relación con Y (43 años,
encantadoramente mórbida). Se conocieron, tras el consabido
naufragio matrimonial, en una cena amañada por unos cuantos
filántropos. Todo comenzó como comienzan estas cosas: desconfianza,
tiento, aproximación, sorpresa, flirteo, enamoramiento y entrega
apasionada. X e Y se llamaban, se regalaban, se preparaban fines de
semana de una ortodoxia casi pueril: El Rey León en
Madrid, baños árabes en Córdoba, parapente en Málaga, su poquito
de sushi... Todo bien hasta que X estuvo tres horas sin enviarle un
whatsapp a Y, que esperaba un icono aunque fuera para alegrarse la
tarde. Por la mañana el bienintencionado X le había regalado una
caja de bombones belgas que quitaban el sentío.
La neurosis también es un signo de los tiempos. “¡Ven ahora mismo
a por la puta caja de bombones!”, le dijo Y a X en una llamada a
las ocho de la tarde. El cariacontecido X se trasladó sin resuello
al palacio de la princesa. Se encontró con que casi le tiraban a la
cara la cajita y lo mandaban a la órbita irregular del carajo “por
no mandarle un puto whatsapp en toda la tarde”. Descendió las
escaleras y se tiró a la calle con la caja bajo el brazo. Cuando
llegó a su apartamento de soltero, aún sin entender nada, se sentó.
No quiso cenar. Abrió la caja de bombones: encontró cinco
ausencias. Le dolieron más los cinco bombones que se había jincado
la colega que el corazón. Perra vida.
La cena esa, en la que se conocieron los dos sospechosos, imagino que fue retrasmitida por TV en prime time, no?
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