El enemigo del decoro y
el saber estar es lo gratis. Recuerdo que en mi niñez vi a un hombre
pelarse vivo contra unas piedras ostioneras mientras pugnaba por
hacerse con una pelota de plástico lanzada desde un avión en una
playa del Puerto de Santa María. Decenas de curiosos con cara de
circunstancia se arremolinaron en torno del herido. El hombre no
paraba de gritar “¡la pelota, cojones, la pelota, que es mía!”.
En la presentación de un libro de poemas de un notario donde se
había dado cita la crema de la burguesía de la ciudad observé, no
sin cierto asombro, cómo señoras de porte aristocrático se tiraban
a las bandejas de jamón como el que se agarra a un precipicio desde
el que caerá irremediablemente. Piensen en todos los objetos
entregados en la calle con carácter publicitario y rían conmigo:
abanicos, yoyós, botellas de agua, pegatinas, gorras, camisetas,
pósters, lápices (la manita introducida en la caja de lápices de
Ikea cogiendo un manojo de ellos), leche, agendas, peines, sardinas,
pruebas de perfume, vasos de gazpacho, condones, toallas, platos de
paella, gafas de sol, parasoles de cartón, DVDs promocionales,
posavasos, etc. El nerviosismo que asiste a los individuos que hacen
cola en estas ceremonias del gratis total resulta desasosegante por lo
que tiene de primitivo.
Hace unos meses, la
empresa Amazon instaló veinte metros de estanterías en una famosa
plaza de la ciudad. En ellas se exhibían libros que estarían a
disposición de los lectores que quisieran hacer el trueque por algún
ejemplar de su propiedad. Mi colega José María, profesor de inglés
y hombre preocupado por asistir a sus alumnos rurales de las heridas
del amontonamiento cerril y la incultura, promovió una excursión a
tan magno evento para ver la monumental plaza y, de paso, observar de
cerca qué era eso del cambio de libros. Las colas daban la vuelta al
lugar. Saliendo de la turbamulta de ávidos lectores trocadores de
libros se topó con una compañera de Química: “¡Mira, mira, dos
libros me he pillado cambiándolos por otros antiguos de mis niños
que no valían pa na”. Esa ufanía animal de una señora
supuestamente instruida lo dejó perplejo, sobre todo porque lo que
se llevaba eran dos volúmenes de grueso veraniego autoeditados por
Amazon y de autores desconocidos. Sus alumnos se desilusionaron al
ver que sería imposible llegar al meollo. Como noticia consolatoria
les apuntó que aquel individuo melenudo que paseaba un carrito de
bebé junto a una mujer era el afamado guionista de películas como
Grupo 7 o La isla mínima. No las habían visto; ni siquiera les
sonaban, pero el hecho de que aquel tipo hubiera sido tocado por la
caprichosa varita de la fama los obligaba a hacerse una foto con él
gratis total. Su profesor los disuadió.
Lo gratis esconde la
esencia del engaño, de lo fácil y de la animalización por lo que
de irreflexivo tiene. El turismo masivo, la adoración de la fama a
cualquier precio y sin conocimiento de causa, el acogimiento de lo
gratis como forma natural de vida, reducen el pensamiento y nos
precipita al torbellino de las fotos con desconocidos famosos. Huyan
de todo esto y escóndanse en la selva. Allí todo y nada es gratis, como en el cielo de los justos.
Good night, my friends.