miércoles, 8 de junio de 2011

Un verano sin islas

En 1897, Somerset Maugham dejó su carrera médica en Inglaterra y anduvo por España. De su primera visita a Sevilla escribió: "Me dejé crecer el bigote, fumé cigarros filipinos, aprendí a tocar la guitarra, compré un sombrero de ala ancha con la copa plana y me paseé muy orondo por la calle Sierpes con el anhelo de adquirir una capa con vueltas de terciopelo rojo y verde". El escritor no pudo darse el lujo de colocarse la capa, pues aquellos años de juventud fueron, según sus propias palabras, "una constante lucha con la pobreza". Más tarde, el éxito teatral de Lady Frederick le traería la fama instantánea.

Me entero de esta anécdota por casualidad. Esta mañana, cuando me he acercado a la biblioteca del barrio a devolver algunos libros, a la salida me he topado con un montón de volúmenes amarilleados por el polvo del tiempo sobre una mesa pequeña y con un cartel manuscrito descuidadamente: "Libros gratis". Se trataba del expurgo al que las bibliotecas recurren para aliviar sus estantes. En este caso supongo que se trata del alivio provocado por lo poco valioso de las ediciones y su evidente estado de deterioro. La anécdota de Somerset Maugham está extraída del breve prólogo que abre Diecisiete narraciones perdidas (Plaza & Janés, 1972), una colección de cuentos primerizos del autor. Curiosamente esto me ocurre el mismo día en que me llega la noticia de que la Biblioteca Pública Infanta Elena de Sevilla, a partir del 16 de junio, sólo abrirá cinco horas por la mañana y ninguna por la tarde, es decir, un verano de servicio de 25 horas a la semana.

Para los que tengan la suerte de surcar el azul del cielo a la búsqueda de otros paisajes, o los que puedan agarrarse al afortunado salvavidas de unas vacaciones fuera de su espacio habitual, esta estricta reducción de las horas de apertura del edificio les resultará algo sin importancia, como parece que les resulta a los responsables directos de esta decisión. Recuerdo que en los veranos de mi niñez no pasaba nada, ni siquiera el tiempo. No había piscinas municipales en mi pueblo, las gaviotas eran seres lejanos y fantásticos que alguno vio en contadas ocasiones, la tregua al calor te la daba la noche (no todas) y los muslitos infantiles apoyados sobre las baldosas frescas del zaguán. Un libro se convertía en la única isla a la que poder escapar. Pepe Travé, padre de mi amigo José Gabriel, me salvó la vida un verano completo. Leí con frenesí todo lo que podía apañar de su biblioteca: Cervantes, Dostoievski, Unamuno, Cela, Ana Mª Matute, etc. Completaba esta nómina de autores con los que descansaban en las baldas de la biblioteca local. Así fueron unos pocos veranos que no sólo me rescataron del spleen estival, sino que me regalaron además las luces de otras épocas y otras geografías.

Las bibliotecas se han convertido en meros lugares para estudiar, en los que los lectores-lectores sólo pueden tomar su libro y volverse a casa para encontrar un asiento donde desentrañar el contenido. Tal vez el verano sea la mejor época para retomar la relación con estos centros, desalojados hasta septiembre de un gran porcentaje de estudiantes, y para aliviarse del calor y la pobreza en estos tiempos difíciles para muchos. La cultura libresca gratuita es un puerto delicioso al que acudir tras dejar el proceloso mar de las limitaciones que se plantean en estos momentos. Mientras que se siguen cerrando interesantes propuestas públicas culturales  y antilocalistas (el Espacio Iniciarte, en la antigua Iglesia de Santa Lucía, ha pasado a ser por arte del birlibirloque institucional un edificio de la superpatrocinada Agencia Andaluza del Flamenco), la rueda sigue girando. En marzo, muchos británicos cabreados por los recortes culturales de Cameron, que iba a perjudicar estupidamente la envidiable red de bibliotecas del país con su reestructuraciones, se echaron a la calle a protestar. A ver qué hacemos por acá.

Si el joven Somerset Maugham pasara el verano de andalucismo tópico –guitarra, sombrero de ala ancha y capa española (esto último con cuidadito)–, compartiendo su "constante lucha con la pobreza" con sus iguales en el agosto sevillano, tendría que leerse el nombre de las calles nada más. Un verano sin islas es un verano sin sueños.

Para terminar, amigos fritangas, les dejo un enlace que da la medida exacta de para qué sirve una biblioteca hoy día: http://es.noticias.yahoo.com/video/nacional-1428525/se-sube-en-una-mesa-a-bailar-en-medio-de-una-biblioteca-ante-el-asombro-de-los-asistentes-25493518.html

Sueñen frente al ventilador y, si fuera posible, abracen un libro. Hace el mismo ruido que un aire acondicionado Fujitsu, pero refresca más. Feliz verano.


1 comentario:

  1. El único libro que a la larga quedará en los anaqueles de las bibliotecas, será aquel cuya lectura anestesie e hipnotice. Para garantizar el éxito de la propuesta, estará escrito en lenguaje sms. Es así que los políticos corruptos pueden ganarse abrumadoras mayorias de replicantes. Hay mundos terribles, donde tres de cada diez candidatos está imputado por corrupción y no pasa nada, nada, nada...apenas palabras, palabras, palabras.

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