En el tórrido verano del midi galo me acerqué hasta Avignon, una ciudad bulliciosa en su centro, como huevo cuya yema refulgiera frente a la blancura de la clara; quiero decir que, quitado los vestigios papales que concitaban a la multitud, la vida transcurría y se recogía a las afueras con una serenidad puramente europea que obligaba a los escocidos turistas a refugiarse en los bidés (si es que los hubiera) y en la crema refrescante para los muslos interiores maltratados por las caminatas diurnas. Me tomé tres botellas de Perrier en una terraza siguiendo los avances hipnóticos de un grupo bastante nutrido de cristianos croatas que bailaban una especie de sardana febril y eterna reunidos en torno a la plaza. El cantante local se me sentó al lado. Soltó una parrafada vocinglera de la que pude rescatar alguna alusión inflamada contra Benoît XVI y algo sobre sus derechos como artista callejero, la France y el laicismo de Estado. Me miró buscando complicidades de última hora. Mi francés es tan bueno que sólo me da para sonreír discretamente. Dijo algo sobre el turismo de masas y se fue con la mecha encendida y la pólvora mojada.
Dentro del Palais des Papes (sin refrigeración ni alivios pétreos posibles para el calor sofocante de agosto), aprecié los hermosos frescos de la Cámara de los ciervos, el gabinete de trabajo del Papa Clemente VI. Por allí anduvo Petrarca, que casi le debe lo mejor de su producción al mecenazgo del pontífice y al hecho fortuito de cruzarse con la joven Laura en la Avignon de la época: Trovommi Amor del tutto disarmato/
et aperta la via per gli occhi al core,/ che di lagrime son fatti uscio et varco (Hallome Amor del todo desarmado,/
y viendo abierta al corazón la vía,/ por los ojos entró con desenfado).
De vuelta al hotel, el Ródano, con su verde añorando el azul nizardo, resplandeciendo con la última luz de la tarde y atrapando entre sus ondas el éter celeste que huía hacia el índigo, me dejó en el sosiego letárgico que me guió hasta la cama. Pienso hoy en todo ello tras acompañar el silencio cenagoso del río de la City con mi respiración entrecortada. Mi preocupante y paulatina pérdida de cintura me ha arrojado a las pistas de running urbano. No he podido dejar de recordar al gran filósofo de la postmodernidad, Enmanuel du Rose, que en su Breve tratado de la carrera anotaba que un día, principiando la actividad deportiva, notó que un hombre corría a unos docientos metros de él. Con afán de superarse a sí mismo, aumentó la velocidad para darle alcance. Durante unos segundos soñó que aquel ímpetu lograba otorgarle a su cuerpo una velocidad prodigiosa, pues se iba aproximando a la presa con una rapidez digna de un héroe clásico. Al cabo de unos cuantos segundos más, la presa pasó a su lado. Según dejó recogido en su famoso breviario, se paró en seco, analizó la situación y dedujo que, además de unas cuantas carreras más, le hacía falta una urgente revisión de la vista. Molido, pero con la memoria de Laura entre las hebras del verano, me acuesto, pensando que lo mismo también el pobre Petrarca hubo de trotar por las calles de la ciudad papal tras la coronación de Clemente VI. En los festejos, entre otras muchas cosas, se deglutieron 119 bueyes y 40.000 huevos y, ya se sabe, los poetas áulicos tienen muy buen saque. Salud.
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