Por la mañana el sol atraviesa la ventanilla del conductor. Un comercial de productos ibéricos con 39 años surca la provincia ignota de las probabilidades de negocio con el reloj de pulsera de 2000 € espejeando en el techo del habitáculo por obra y gracia de la luz solar. Le divierte el juego. Es un hombre metálico con una visión metálica de la vida. En cuatro años ha comprado un par de esas viviendas que los parvenu (rastacueros en su acepción draénica) llaman con soflama segunda residencia. También ha adquirido tres coches de lujo y participa como principal socio en un restaurante de disseny que toma el dudoso nombre de La banderilla. Se casó con Silvia hace 4 años. Ella se ha retirado del mundo laboral por mero aburrimiento: la venta inmobiliaria, con un marido que le promete la juventud eterna a base de productos de Lancôme, gimnasios de techos cristalinos y spas exclusivos, no es más que un engorro, un obstáculo estúpido que evita el disfrute del gran mundo. A Silvia le fastidia cuidar al cachorro que ambos han puesto en circulación. El empeño fue más de él que de ella. La dieta Dukan era una vulgaridad abrazada con ansias de compradores de bulas un día antes del fin del mundo. Silvia sabía lucir palmito sin recurrir a cañonazos proteínicos como hacían las cuatro semigordas (hartas de salvado de avena) con las que desayunaba antes de ir al gym. El embarazo la mató.
Nuestro hombre se llama Pedro. Pedro, mientras que su mujer agita el biberón de leche en polvo en la cocina (“dar de mamar ni loca; con los pezones no juego”), piensa en aparcar el Q7 al pie de la nave de su mejor clienta, sacar el equipo y montarlo en el reservado que la oficina de Victoria esconde detrás de una puerta de seguridad. Victoria es una empresaria de la misma edad que Pedro, torneada y bronceada por los avances de la técnica estética. Su relación comercial ha subido unos peldaños desde aquel dia en el que ella le sugirió que el morcón ibérico era su producto más ansiado. Un enigma pleno de ordinariez, espetado desde unos labios recién pintados, que Pedro no tardó en descifrar. Ahora se ven poco. La ruta del morcón se ha desviado hacía el Este de la provincia y nuestro hombre se las ingenia para que sus querencias se alivien de alguna forma. La manera de matar el gusanillo desde casa era sofisticada pero sencilla: decidieron grabar sus encuentros comerciales con una cámara y un trípode apoyados en una mesa. El objetivo abarca toda la extensión de una chaise longue de piel negra, archivando posturas y embates. Teatro filmado como en las primeras películas de Chaplin. Al principio les pareció que esas secuencia de un solo plano, habituados como estaban al porno móvil, eran un torpe remedo de las grandes escenas del cine erótico. Pensaron en llamar a la Loli, “una niña que trabaja en el almacén y a la que le gustan mucho las cámaras”. La Loli portando el aparato y recorriendo en primerísimos planos las pieles perladas de su jefa y de un cliente resultaba artísticamente interesante, pero escasamente digno. Además, luego habría que callarla con ventajosas prebendas que pondrían en peligro el buen ambiente entre los curritos. Plano fijo y a intentar dar la mejor cara en escena.
Silvia sospecha. Sospecha de que Pedro se quede hasta las tantas delante de la pantalla de su portátil; sospecha de que, cuando el niño llora, nunca acuda él, despierto como está y grite “ve tú que ahora no puedo”; sospecha de que conteste a las llamadas de su móvil en la terraza y con la mano embozando su boca. Ante la sospecha, lo mejor es actuar. Tras una rutinaria inspección de carpetas en la pantalla del portátil de su marido, una mañana descubrió archivos de video que contenían escenas grabadas en HD: una mujer desnuda se toca el pelo apoyada en escorzo en un sofá; una mano masculina mueve la cámara y la coloca enfocando a la mujer, que se lubrica la vagina con maña afectada; el hombre acude desnudo a la llamada de la fémina; ella le hace una llave, le planta la espalda en el cuero negro del ring y lo cabalga mirando de vez en cuando a la cámara, riéndose de forma estentórea con la cabeza en un tris de descolgársele; el hombre asoma también su rostro, apartando el torso desnudo de la Afrodita del morcón. Doce archivos de video con “variaciones sobre un tema erótico” protagonizados por el marido y esa mujer tan simpática con la que coincidió en la entrega de premios de “Los ibéricos del año”.
Ayer me llamó una amiga. Me contó que una colega vendía !ya¡ un ático recién reformado. Se separa por una excentricidad del marido. No pide mucho, casi nada. Pide que el eje de la Tierra se quiebre e invierta el orden de los días, las semanas y los años. En fin, de la vida misma. Me entristece observar que esos deseos tan humanos vengan animados por el coste del amor en tiempos de la Hipermodernidad. Sean buenos, my friends.
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