Mi frutera se llama Ana. Combina un cuerpo descomunalmente gordo con una delicada voz y un afectuoso trato. A su negocio acude un variopinto elenco de señoras del pueblo. Las conversaciones se alternan, se pisan, se relevan. No existe el silencio entre la muda podredumbre del tiempo que se posa de forma casi imperceptible en los tomates y en los que allí acudimos. Esta mañana anduvo por allí Toñi, una mujer con la que he compartido mostrador alguna vez. Toñi es una madre amantísima que siempre se demora en algún detalle familiar. Dudo que conozca la diferencia entre el ámbito público y el privado, entre el registro informal y el formal. Su expresividad está llevada hasta sus últimas consecuencias: “La Toñi chica, hijaputa, ya es la 5ª vez que presenta al práctico del coche. 'Mamá, es que me pongo nerviosa con er tío a mi lao', dice. Como no me lo saque esta vez le meto un estacazo (sic) que la esnuco”. Se dirige a la frutera, pero busca mi complicidad por el rabillo del ojo. Intento no mirar al basilisco por una mera cuestión de libertad civil: congraciarme con ella podría llevarme a sufrir situaciones engorrosas de aquí en adelante. Me concentro en el verde radioactivo de las mandarinas –ASAJA ha recomendado hoy a los naranjeros que se dejen de tonterías y permitan madurar en los árboles a los cítricos–. “Niña, estas mandarinas están para tirarse de los pelos der pecho”. Ya está, no cabe mayor exactitud en tan pocas palabras. La imagen tiene expresividad, plasticidad y creatividad. Me la imagino trabajando con Don Draper en Sterling, Cooper, Draper & Pryce, dejando a la pobre Peggy para ir a por hielo. Este monstruo de la publicidad rural se va. Me deja a solas con la gigante y dulce Ana. Me cuenta que este fin de semana se irá a la playa. Le gusta que no haya nadie. No puedo dejar de imaginármela desnuda, trotando desbocada, jadeante y risueña hacia el mar gris del otoño. Ana se merece todo el mar. Ella no lo sabe aún. Espero que pronto alguien se lo diga al oído.
No hay comentarios:
Publicar un comentario