Quedé con P. por la mañana, un amigo insomne que liba en los nenúfares de la pasión cuando encuentra el amor (o sus sucedáneos) en las largas y difíciles noches. Como llegaba temprano al encuentro , decidí colarme en la catedral de la City a observar con detenimiento las nervaduras góticas que suben hasta las cúpulas. El óbolo que había que pagar era espiritual: se podía pasar si te tragabas la misa del día. Mis años como pollo en granjas de formación cristiana han nutrido mi imaginario bíblico de notables referencias, pero no recordaba con nitidez el pasaje que un sacerdote de aspecto grasiento leyó a un auditorio que tenía una media de edad de 80 años. San Marcos cuenta que Jesús subió con tres discípulos a un monte donde vieron que se aparecía ante el hijo de Dios Elías y Moisés. A su vez, las ropas de los tres discípulos se iluminaban con una luz blanca, mientras que una nube se aproximaba a ellos desde donde salía una voz soltando una parrafada evangélica. Los apóstoles, ante tal flipe, acordaron hacer tres cabañas para Jesús y sus visiones... “Palabra de Dios. Te alabamos señor”.
Era Borges el que decía que la Biblia era una obra maestra de la literatura fantástica. La iglesia de ahora, tan sorda a estos enunciados algo menos categóricos que los suyos propios, deja pasar la oportunidad en sus homilías de tratar asuntos tales como las visiones y las voces celestiales (ahora que estamos tan necesitados de noticias de otros mundos más promisorios que el nuestro). El cura se soltó una plúmbea disertación sobre la Cuaresma y el compromiso cristiano en lugar de citar la Historia general de las drogas de Escohotado. Salí antes de que acabara el festín. Llego al lugar de la cita. P. me narra historias de amores inválidos, salidos de la turbulenta vida de los que frisan la cuarentena. Me habla también de la voluble faz de los sentimientos y del amor a partir de ahora. El mensaje es para hacerse cristiano rural de nuevo, llamar a la puerta de una rectoría y pedir asilo de por vida. Dice que ni siquiera el pasado puede salvarle del desencanto. Se encontró hace unos días a una antigua y primeriza novia en el chat del Blue Hell (Facebook para sus usuarios) que le reprochó por la maquinita que en aquel tiempo fuera una especie de cobaya en celo que a la primera de cambio estuviera buscando pelo almidonado de pubis o poniendo el glande en la mano de tan recatada señorita a modo de termómetro cuando ella lo visitó alguna vez en casa de sus padres por una griposa convalecencia. “Ibas muy rapidito tú”. Me dice que no recuerda nada de eso y que el pasado es una vana invención que sólo consuela a los inocentes y a las almas sencillas. Pienso que la rememoración de los lances de amor adolescentes deberían de tender a la sublimación, pues es el fallido amor de madurez el que recoge la mayor parte de las hieles del fracaso.
Vuelvo al hogar. La vida extrarradial, que dista tristemente de cualquier vestigio gótico decenas de kilómetros, me acoge en su soledad y su silencio para hacerme olvidar todas estas narraciones fantásticas o/y reales. Me pongo el pijama de franela antierótica. Bajo el plumón de pollo de Carrefour, solo y descafeinado, me arrullo en el recuerdo de los pórticos canónicos de las catedrales góticas francesas. Además de en otras cosas más carnales que no puedo referir aquí.
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