Vila-Matas anduvo por una biblioteca de la City vendiendo su último libro a fuerza de humor seco y de aliento espaciado ante un nutrido y acalorado auditorio entregado a las dotes sinuosamente oratorias del catalán. El bochorno concentrado en la sala, con numerosas personas atestando pasillos y puertas, se hizo cada vez más intenso a medida que el autor hilaba su discurso. Vila-Matas no habla de su obra, engarza un anecdotario llevado por las sugerencias de Ale Luque, insigne y ocurrente presentador, que, si dejara ver su gracejo natural más a las claras, el supuesto arte de la oratoria del escritor no habría pasado de ser un mero fluido alquitranado para ser degustado por los litteratis que copaban la sala. Entre estos había de todo. Un tipo sentado en la primera fila que, al parecer, había llegado una hora antes al lugar y había preguntado que quién hablaba hoy, se levantó en pleno acto para dirigirse al novelista y espetarle que se iba porque no oía nada. También comparecía al acto una mujer madura con un teléfono en la mano que intentaba recoger las palabras del genio, aunque me fijé que las barras del ecualizador que aparecían en la pantalla sólo se levantaban cuando ella misma tosía, por lo que imagino que lo único que pudo registrar fue su propia tos con un vago rumor vila-matiano de fondo.
Jorge Luis Borges homenajeando a Duchamp |
Vila-Matas no bebe (o al menos intenta no hacerlo). Así pues, no pudimos codearnos con él en la barra de un restaurante cercano porque el hombre no soporta las libaciones ajenas mientras él se hidrata con agua mineral. Me apenó que no pudiéramos alternar; sobre todo porque sugirió en su intervención que aún le escocía (no lo admitió, claro) una crítica que un tipo le hizo a su primer libro allá por el año 85. Teniendo en cuenta que unos panas míos y servidor oficiamos de tales cuando salimos de nuestras respectivas granjas y que algunos estábamos en la sala oyendo lo que el autor de Bartleby y compañía decía al respecto, nos hubiera encantado contrastar sus opiniones acerca de este oficio bastardo de la reseña literaria. Para mí sigue siendo una labor de titanes desde que vi a uno de los críticos más reconocidos del país, Darío Villanueva, miccionar en la Facultad de Filoloxía de Santiago de Compostela entre dos urinarios con los codos apoyados en otras dos tazas que acompañaban silenciosamente su meada. Tras la finalización y sin tocar el miembro con sus sabias manos, el hombre dio dos taconazos con sus zapatos acharolados (un 38, me dio la impresión) y se fue tan pancho. Desde entonces he intentado la proeza en diferentes versiones (con una sola mano apoyada, con una patada a la pared que sustenta el urinario, con un cimbreo de caderas, etc.), pero nunca con la elegancia de Darío.
Me tomé unas birras con mis panas de Estado Crítico –un blog que recomiendo a aquellos lletraferits que usan el Babelia, el ABCD y El Cultural para limpiarle el ojete a canarios gordos como cantimploras–. Hubo croquetas incandescentes y palique, lo que realmente tiene que ser la crítica literaria. Mientras, en algún hotel de la ciudad, probablemente Enrique Vila-Matas sacaba del bolsillo de la chaqueta la crítica del 85, la leía como metaficción, se cardaba esa ola de pelo que escasea cada vez más sobre su cabeza, y se iba a la cama con un libro de algún raro que pronto canonizará en algunas de sus próximas entregas, no sin antes intentar que la última gotita dorada se precipitara olímpicamente al agua azul del inodoro con un golpe de tacón. Imposible. Darío sólo hay uno.
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