Las vacaciones te permiten ciertas licencias con el tiempo. Hoy me di el gusto de perderme solito por las carreteras que serpentean por la Puglia -Eva me dejó por cuestiones familiares-. Los cerezos en flor bien merecen el extravío. Destilan estas flores la fragancia de la felicidad. Ahora reparo en que el Adriático tiene la densidad del azul del cielo de acá, atenuada por el blanco de las flores que me salen al paso cuando me distraigo de la conducción.
Llego a Monopoli. Aparco en la Plaza Vittorio Emanuele. Paseo por un casco histórico decadente, donde hay mujeres que sacuden alfombras y tienden ropa al pie de sus casas pequeñas y oscuras. Monopoli tiene un punto de crudeza neorrealista. A decir verdad, es la primera vez que la veo en el viaje. También me llama la atención la profusión de tontos del pueblo que andan por la ciudad, todos ataviados y peinados con la caprichosa moda del momento.
Decido tomarme una birra piccola en una plaza donde convergen tiendas de recuerdos, cafeterías antiguas y terrazas chill-out. El hilo musical es una babel de ritmos diversos expelidos por cada local. Desde mi atalaya observo las mesas que tengo justo enfrente y donde se han sentado tres parejas:
1ª) Alemanes cincuentones. Él es un tipo canoso y rubicundo que se toca el labio superior con un bigote semimexicano; ella cruza las piernas con estilo cinematográfico. Ella disfruta del viaje y del cruasán; él, de ninguna de las dos cosas.
2ª) Joven pareja italiana. Él, 38 mal llevados, camiseta blanca de mangas demasiado cortas ajustada a un torso de atún de almadraba, cadena dorada al cuello y esclava a juego; ella luce indumentaria y complementos para góticas maduritas (blusa de gasa negra, botas de "chúpame la punta", labios perfilados con lápiz color sangre seca y gafas tamaño pantalla que no dejan ver ni siquiera las cejas). No hablan entre ellos. Él saca un Mac book pro de una funda y se pone a curiosear. Ella devora los aperitivos con mal disimulada ansiedad. Incuestionable ahora que en las canteras del amor no hay descansos para comerse el bocadillo; éstos hace ya un rato que dejaron de picar.
3ª) Mujeres francesas casi sesentonas. Seguramente profesoras de secundaria. Una sorbe una mini-cocacola con una pajita como si fuera la última que beberá antes de que la pasen por la guillotina; la otra devora las aceitunas como una ardilla. Van disfrazadas de turistas. La ardilla le canta a su acompañante "Volare" con un acento deplorable y se ríe; la de la mini-cocacola no, pero se aman más que el atún y la gótica.
Después de deambular por el puerto y deleitarme con una breve cala que entra hasta la ciudad y en donde se bambolean barcas azules que se hastían de no salir a la mar, me vuelvo a Conversano. Me espera Eva. Nos tomamos un helado en la cafetería de Irina. Caminamos la ciudad hasta el Palazzo d´Erchia, cuya propietaria, Apolonia, nos enseña con orgullo el palacio familiar convertido hace 10 años en posada de para viajeros cansados. Se nos suma Michele, que me aclara que el Barrabás titular que ayer no pudo comparecer en el Via Crucis realmente estaba entalegado por denunciar por la mañana a golpe de megáfono un vertido de amianto cerca del pueblo. Estos amorosos jóvenes me regalan una cena de crudaiola (pasta fresca con tomate crudo, rúcula y ricotta marzotica), mejillones y gambones al horno. Luego conversamos hasta la mezzanotte sobre el triste declinar del mundo. Sigue L´Italia dándome gusto diario. Benditos todos los benditos.
Gente interesante sin duda. Tiene usted buen olfato Don Manuel. Abrazos desde la tramontana.
ResponderEliminarDichosos tú que estás disfrutando de unas merecidas vacaciones serenas, deleitándote con el paisaje, la buena compañía, gastronomía y esa envidiable capacidad de describir el paisaje y el paisanaje. Un abrazo.
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