Esta mañana me desayuné con naranjas pasadas, esas que muestran una corona blanquecina que tiende en su centro hacia el azul místico. Corté la parte dañada y me la comí. Está claro que no logré extirpar del todo el sabor agrio que se había colado hacia el corazón de algún gajo sano. Un leve retortijón de barriga y al baño, pero con la extraña sensación de haberme montado en una nube de intoxicación cítrica que me hacía ver el mundo de otra forma. Puro espejismo. Salí hacia la empresa y vi que una bandera de dimensiones exaltadamente patrióticas ondeaba en un mástil de 20 metros en medio de una rotonda. Como Constantino y el colosalismo de su estatuaria o como el bizantinismo de la Alhambra y su estuco posticero, lo desmesurado sólo esconde la decadencia. Con esta lucidez de medio pelo me encajé en la granja de pollos para trabajar. Hoy me contó una colega que sus curritos no soportan que en el taller se pronuncie la palabra folletín –risas, aspavientos desmedidos y gritos excitados de la primera banca a la última– , por lo que la explicación sobre la novela decimonónica y Galdós se ve mermada de información para que estos seres alcancen la 2ª fase de algún concurso cultural de televisión.
Me voy a la casa familiar a comer porque por la tarde tengo cita con algunos representantes legales de mis trabajadores. En la comida, me entero que mi madre llevará una prótesis en la rótula en cuanto acceda a operarse, mientras mi padre, accidental presidente de mesa electoral (la presidenta titular sintió una indisposición la noche antes, según su marido, que le provocaba una actividad intestinal digna de una auténtica rucha vieja) me narra que el PP ganó en unas urnas en las que el voto obrero era mayoritario y que un curioso saboteador había colado una foto de Arnaldo Otegi con el puño en alto en el sobre blanco del Parlamento.
Vuelta al tajo. Los representantes legales de mis curritos tienen vidas que darían para fritangas, asados, cocidos y potajes. Sus historias pueden ser las mías. Intento mantener un educado murete de contención íntima, pero a veces se viene abajo y me entero de divorcios exprés y de idilios escondidos a hijos que sospechan que hay algún elemento extraño que se ha interpuesto entre las miradas jóvenes de sus padres. Un magma literario de folletín que duele como si fuera real, pero el caso es que lo es. El otro día, en un ataque de humanidad, les pedí a los trabajadores que me escribieran tres cosas que les hicieran felices. Hubo de todo: desde lo más material a lo más espiritual. Me sorprendió uno que decía, como si de una oración se tratara, “que mis padres nunca se separen”. Mientras que muchos de nosotros rezábamos el “Jesusito de mi vida”, en USA, un país actualmente entregado a un tacto hipócrita que intenta escurrir las demandas, los niños enviaban sus plegarias a Dios con un “Si muriera antes de despertar” (título además de un prodigioso cuento de William Irish) que llenaba de dramatismo el inocente e infantil sueño. Sin “Jesusitos” ya, me cuenta el último manager de un obrero de 14 años que le ha castigado sin sacarle la licencia de armas. Me aclara que la puede tener con un adulto al lado, que puede apartarse 50 metros de ese adulto en cuanto cumpla los 16 y que a los 18 ya puede tirarse al monte solito. Esta noche, en mi camita rezaré todo lo que sepa para que mi existencia nunca se cruce con tanta literatura. Good night, my friends.
No hay comentarios:
Publicar un comentario