sábado, 5 de noviembre de 2011

No sabía que doliera tanto

Hoy, a las 9:35 de la mañana, yo ya había salvado la economía nacional del desastre: dos periódicos aúlicos (3€), una barra integral artesana (35 ¢) y un cruasán (90 ¢). El barrio está adecentado a estas horas; calles y aceras lucen una limpieza acuática y municipal, excepto por el caprichoso patchwork confeccionado al azar por deposiciones (¿sólo caninas?) y las últimas potas de la madrugada. Un hombre anacrónico vende a gritos bombonas de butano que carga a sus espaldas en un carro guiado con esfuerzo. Un señor palomo blanco, tras picotear el bollo calcinado que un yonqui poco dormilón ha machacado con los pies sobre suelo de la plaza, polariza la miradas de los otros colegas de este benefactor colombofílico que se desperezan a golpe de sol en los bancos aledaños.

Me acosté solo leyendo al suicida Cesare Pavese y sus cuitas vitales en El oficio de vivir: confinamiento por ayudar a “la mujer de la voz ronca” a pasar propaganda antifascista. La amó siempre hasta que a su vuelta a Turín, en la misma estación, un amigo le confesara que se había casado. El sonido seco de dos maletas y un cuerpo inerte al caer resonaron en la cúpula ferrocristalina de la estación. No sabía que doliera tanto.

Las balas que se cruzan en el campo de batalla de la vida pocas veces tienen en sus cápsulas la pólvora de la lírica. Ayer mis padres –jóvenes feroces aún– me invitaron a ver en la Librería La Fuga de la City un recital lírico-rockero de “La mujer del tiempo” (Carmen Camacho) junto a un poeta-guitarrista gaditano (Miguel Ángel García Argüez). El zumbido de sus voces desmoronó el castillo construido con la supuesta consistencia de la prosa árida de los días y avivó las ascuas de unas claves líricas que ya desprendían su últimos humos en mi corazón. A esto le sumo que esta semana estuve desmarañando símbolos y hojas caducas de Juan Ramón a los curritos más avezados de mi empresa. “Comienza la poesía cuando un majadero dice del mar parece aceite”, afirma Pavese; o cuando tu padre te cuenta que la misma casa que acoge en su bajo a La Fuga fue el hogar de su tía abuela Rosario, que alquilaba el 2º piso a un huésped (un taxista portugués), que decoraba la 1ª planta con muebles modernistas y que calentaba al sol de la azotea un barreño de zinc en verano para bañar por la tarde a un niño que por el rabillo del ojo miraba las pipas de melón dispuestas para llegar al juicio final de la plancha vespertina. Una vez fui poeta; no sabía que doliera tanto.

1 comentario:

  1. Duele, pero gusta. A esto le llamo yo purito vicio. No dejes de escribir, primor, ni de seguir las recomendaciones literarias de tu madre.

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