La semana pasada me fumé un cigarro a la puerta de un bar de la City con el escritor Antonio Orejudo, que venía de ser presentado por el crítico literario José Mª Moraga en uno de esos exorcismos culturales que a veces aparecen en el mapa del Polo Norte que es la vida intelectual del lugar. Orejudo hace un rato que ha dado a las mesas de novedades Un momento de descanso (Tusquets, 2011), novela que incide en las soflamas de podredumbre que ascienden desde el ámbito universitario español, con sus cicaterías, tratos de favor y colocación de efectivos que poco tienen que ver con la aristocracia de la inteligencia y mucho con las veleidades de los titiriteros titulares de muchos departamentos. El hombre, sabiendo que dedico mis mañanas a la poda intelectual de cerebros adolescentes, me dice que en ese submundo de la secundaria obligatoria se esconde una novela que nadie ha hecho en España aún. Como buen fondista, me advierte que me da un año de ventaja para acometerla; si no, lo hará él, ilustrado como está por la experiencia de su mujer en los mismos graneros de talento.
Le cuento que cuando empezaba en esto, un día oí gemidos al otro lado de la pared de mi departamento proveniente de las gargantas excitadas de un operario de Educación Plástica y Visual y una obrera de la sección de Biología. Escorzos a lo Ingres atravesados por la pasión por la anatomía humana desde dos disciplinas que –no me cupo la menor duda– habían encontrado un punto de afinidad en lo púbico; también le relaté que sabía de un colega que no quiso manchar su intachable fama de pulcro al tener que driblar la invitación a una cama redonda con dos compañeras de Griego y Francés (nada de guasa) junto a un incrédulo matemático por tener las uñas de los pies del tamaño de las garras de un águila calva; y, por último, que yo mismo había asistido al trasvase de hielos de boca a boca por un claustro casi al completo en una caseta de feria a las 5 de la tarde, ahítos de fino y de aburrimiento. Orejudo aplaudió estas postales lúbricas con el entusiasmo de un minero que encuentra una veta de oro.
Antes de apurar el cigarro me dijo que había una 2º oportunidad para los que como yo se ganaban la vida en la romanización ingrata: los profes de prisión tienen un público más dócil e interesado; sólo hay que salvar ciertos prejuicios sobre pasados delictivos y la vida fluye como si estuvieras impartiendo clase en Harvard. Me lo creí a medias. Normal.
A partir de mañana haré acopio de material novelable pegando el oído a las puertas de los departamentos aledaños al mío, miraré de cerca los avances de mis colegas en lo que respecta a las entradas y salidas del baño y trasegaré alcohol en las citas conjuntas fuera de la empresa para ver si lo del hielo se queda en una mera anécdota. Si no hay nada, siempre me podré unir a las misiones trullo-pedagógidas.
insondable aventurar en el saber
ResponderEliminarlos ecos y las sombras
mejor que atesorar
en un listin anecdótico
vivir y ver
las huellas de demófilo
compartir en tanto
saludos
david pdrino glam