sábado, 31 de marzo de 2012

Los críticos literarios mean mejor que los escritores

Vila-Matas anduvo por una biblioteca de la City vendiendo su último libro a fuerza de humor seco y de aliento espaciado ante un nutrido y acalorado auditorio entregado a las dotes sinuosamente oratorias del catalán. El bochorno concentrado en la sala, con numerosas personas atestando pasillos y puertas, se hizo cada vez más intenso a medida que el autor hilaba su discurso. Vila-Matas no habla de su obra, engarza un anecdotario llevado por las sugerencias de Ale Luque, insigne y ocurrente presentador, que, si dejara ver su gracejo natural más a las claras, el supuesto arte de la oratoria del escritor no habría pasado de ser un mero fluido alquitranado para ser degustado por los litteratis que copaban la sala. Entre estos había de todo. Un tipo sentado en la primera fila que, al parecer, había llegado una hora antes al lugar y había preguntado que quién hablaba hoy, se levantó en pleno acto para dirigirse al novelista y espetarle que se iba porque no oía nada. También comparecía al acto una mujer madura con un teléfono en la mano que intentaba recoger las palabras del genio, aunque me fijé que las barras del ecualizador que aparecían en la pantalla sólo se levantaban cuando ella misma tosía, por lo que imagino que lo único que pudo registrar fue su propia tos con un vago rumor vila-matiano de fondo.
Jorge Luis Borges homenajeando a Duchamp 

Vila-Matas no bebe (o al menos intenta no hacerlo). Así pues, no pudimos codearnos con él en la barra de un restaurante cercano porque el hombre no soporta las libaciones ajenas mientras él se hidrata con agua mineral. Me apenó que no pudiéramos alternar; sobre todo porque sugirió en su intervención que aún le escocía (no lo admitió, claro) una crítica que un tipo le hizo a su primer libro allá por el año 85. Teniendo en cuenta que unos panas míos y servidor oficiamos de tales cuando salimos de nuestras respectivas granjas y que algunos estábamos en la sala oyendo lo que el autor de Bartleby y compañía decía al respecto, nos hubiera encantado contrastar sus opiniones acerca de este oficio bastardo de la reseña literaria. Para mí sigue siendo una labor de titanes desde que vi a uno de los críticos más reconocidos del país, Darío Villanueva, miccionar en la Facultad de Filoloxía de Santiago de Compostela entre dos urinarios con los codos apoyados en otras dos tazas que acompañaban silenciosamente su meada. Tras la finalización y sin tocar el miembro con sus sabias manos, el hombre dio dos taconazos con sus zapatos acharolados (un 38, me dio la impresión) y se fue tan pancho. Desde entonces he intentado la proeza en diferentes versiones (con una sola mano apoyada, con una patada a la pared que sustenta el urinario, con un cimbreo de caderas, etc.), pero nunca con la elegancia de Darío.

Me tomé unas birras con mis panas de Estado Crítico –un blog que recomiendo a aquellos lletraferits que usan el Babelia, el ABCD y El Cultural para limpiarle el ojete a canarios gordos como cantimploras–. Hubo croquetas incandescentes y palique, lo que realmente tiene que ser la crítica literaria. Mientras, en algún hotel de la ciudad, probablemente Enrique Vila-Matas sacaba del bolsillo de la chaqueta la crítica del 85, la leía como metaficción, se cardaba esa ola de pelo que escasea cada vez más sobre su cabeza, y se iba a la cama con un libro de algún raro que pronto canonizará en algunas de sus próximas entregas, no sin antes intentar que la última gotita dorada se precipitara olímpicamente al agua azul del inodoro con un golpe de tacón. Imposible. Darío sólo hay uno.

miércoles, 21 de marzo de 2012

De dientes y pies

Encías sangrantes. De urgencia a mi dentista tras salir de la granja de pollos que hoy han descubierto que el pienso suministrado con un poco de algodón dulce es menos digestivo pero más suave. Me recibe L., la joven ayudante de la doctora. “El sarro le está dañando las encías. Usted de seda dental poquito, ¿no?” Me encanta su desparpajo, su lenguaraz manera de decirte que tienes la boca de un hipopótamo en un zoo de 3ª. Se entusiasma ante la posibilidad de una limpieza bucal. “A mí esto me encanta. Lo que no soporto son los pies. Nunca trabajaría en un callista. Qué asco. En verano procuro no mirar al suelo y los míos, cuando tengo que pasarle la manopla, los enjabono de lejos”. Hace referencia a un shopping mall de las afueras de la City. En la época estival, unos vivales instalan unas palanganas de disseny y colocan peces dentro. El personal introduce sus pinreles y los animalitos succionan, chupan y muerden el tejido muerto y colgón de cada pie al módico precio de 8 pavos 40 minutos. “Y luego, al siguiente, ni le cambian el agua ni nada. Es asqueroso”. La joven me acerca su cara hasta el punto de dejarme ver con detenimiento unos ojos que tienen el color de un bosque otoñal en el Norte de Europa. Introduce la herramienta con decisión profesional, con la maña que dan 8 horas de buceo en las bocas cavernícolas de los pacientes. Son los mismos que arrancan el sudoku del HOLA y recortan fotos de novias para copiar ideas. L. llama a la doctora. Nada que ver. Observa y apostilla: “tiene usted la encía quemada; le gusta comerse las croquetitas recién hechas,¿eh?” La pregunta tiene más guasa que la de la seda dental. Pago lo que debo y me las piro. Volveré el jueves de la semana que viene al verde otoñal de la musa de esta fritanga de medianoche.

Cuídense las boquitas porque el mundo contemporáneo no perdona los caprichos de la Madre Naturaleza en cuestión de dientes (caídas, amontonamientos, amarilleo, etc.). Lo aprendí de mis pollos; cuando hemos visto en la granja algún film de antes de la democratización de la ortodoncia, todos han piado al unísono “¡qué asco!”. Suerte mañana.

miércoles, 14 de marzo de 2012

Un poco de amor, muy poco



L'amour, esa cosa a veces viscosa, a veces desapegada, sigue teniendo teóricos que me esperan a la vuelta del camino de vez en cuando. Esta misma mañana he oído una teoría de lo más peregrina sobre las bondades de vivir solo cuando se cree en el amor pero no demasiado. “Lo suyo es llegar a casa y tirarse tres peos (sic) y no tener que darle cuentas a nadie”. Evidentemente se trata de una metáfora, poco acertada, es cierto, pero, según su creador, de lo más gráfico para entender el asunto. Si hiciera una lectura literal del adagio en plan testigo de Jehová, concluiría que la soledad bien vale tres piruetas aerofágicas y que la compañía de un ser amado al lado no suple, ni por asomo, el gustazo de levantar la patita por el pasillo y cascarse un buen cuesco, o dos, o tres. Siguió este Stendhal contemporáneo (háganse con Del amor de Henry Beyle con un ensayo de Ortega en Alianza editorial para desbrozar más certeramente la maleza de los sentimientos) aportando sus conocimientos erótico-antropológicos acerca de cómo son ahora las féminas: “Si una tía de 30 tacos en adelante está buena y no tiene pareja, es que trae alguna tara”. Imagino que mis amigas lectoras de estas fritangas estarán deseando que les facilite el teléfono de este genio para tomarse un café con él y, de paso, contrastar ideas acerca de las taras mentales de algunos sujetos.
Pues nada, my friends, a la cama me voy para soñar con hermosas muchachas con taras y con problemas de aerofagia crónica. No hay nada como el calor del amor (en cualquiera de sus manifestaciones) aunque sea en sueños.

miércoles, 7 de marzo de 2012

Brandy, mi pequeño poni.


Soy consciente de que en la compañía de producción de pollos a escala nacional donde trabajo muchos de mis compañeros sufren unas extenuantes jornadas y unas condiciones laborales que únicamente le dejan en los labios el agridulce sabor de la frustración pagada. Para mí la cría de pollos me parece una labor gratificante en el sentido de que todas las historias que van aparejadas a ella tienen un valor humano infinito. Esta mañana una colega querida me dijo que tal vez, a la hora en la que hablábamos (12:25 de la tarde), podría ser la flamante propietaria de un poni. Cuando la interrogué al respecto, me contó que este sábado en Sanlúcar de Barrameda se enamoró al instante del pequeño équido que un gitano rifaba con unas papeletas. Con algo de temor a que la suerte hiciera realidad sus deseos, le preguntó al hombre que, en el hipotético caso de que le tocara a ella, dónde lo guardaría. “Un poni ze mete en cuarquier lao, zeñora”. La mujer me dice que ya le tiene hasta el nombre: Brandy. “Es por el color”, me aclara. Con una cara de ilusión infantil indescriptible me enseña la papeleta, en la que figura la barriada del domicilio del gitano, su número de teléfono y la foto de un caballo en toda regla.

Se marcha a su corral. Ella forma parte de un experimento que consiste en dictar lecciones de historia de la filosofía a pollos recriados para ver de qué manera actúan en un contexto externo. El día de hoy se lo dedicará a Descartes. No me digan que poni, pollos y Descartes no es una combinación para venir a la granja todos las mañanas con una sonrisa de oreja a oreja. Prometo foto si se obra el milagro de la Fortuna y Brandy llega a nuestras vidas.


martes, 6 de marzo de 2012

Gótico auténtico


Quedé con P. por la mañana, un amigo insomne que liba en los nenúfares de la pasión cuando encuentra el amor (o sus sucedáneos) en las largas y difíciles noches. Como llegaba temprano al encuentro , decidí colarme en la catedral de la City a observar con detenimiento las nervaduras góticas que suben hasta las cúpulas. El óbolo que había que pagar era espiritual: se podía pasar si te tragabas la misa del día. Mis años como pollo en granjas de formación cristiana han nutrido mi imaginario bíblico de notables referencias, pero no recordaba con nitidez el pasaje que un sacerdote de aspecto grasiento leyó a un auditorio que tenía una media de edad de 80 años. San Marcos cuenta que Jesús subió con tres discípulos a un monte donde vieron que se aparecía ante el hijo de Dios Elías y Moisés. A su vez, las ropas de los tres discípulos se iluminaban con una luz blanca, mientras que una nube se aproximaba a ellos desde donde salía una voz soltando una parrafada evangélica. Los apóstoles, ante tal flipe, acordaron hacer tres cabañas para Jesús y sus visiones... “Palabra de Dios. Te alabamos señor”.

Era Borges el que decía que la Biblia era una obra maestra de la literatura fantástica. La iglesia de ahora, tan sorda a estos enunciados algo menos categóricos que los suyos propios, deja pasar la oportunidad en sus homilías de tratar asuntos tales como las visiones y las voces celestiales (ahora que estamos tan necesitados de noticias de otros mundos más promisorios que el nuestro). El cura se soltó una plúmbea disertación sobre la Cuaresma y el compromiso cristiano en lugar de citar la Historia general de las drogas de Escohotado. Salí antes de que acabara el festín. Llego al lugar de la cita. P. me narra historias de amores inválidos, salidos de la turbulenta vida de los que frisan la cuarentena. Me habla también de la voluble faz de los sentimientos y del amor a partir de ahora. El mensaje es para hacerse cristiano rural de nuevo, llamar a la puerta de una rectoría y pedir asilo de por vida. Dice que ni siquiera el pasado puede salvarle del desencanto. Se encontró hace unos días a una antigua y primeriza novia en el chat del Blue Hell (Facebook para sus usuarios) que le reprochó por la maquinita que en aquel tiempo fuera una especie de cobaya en celo que a la primera de cambio estuviera buscando pelo almidonado de pubis o poniendo el glande en la mano de tan recatada señorita a modo de termómetro cuando ella lo visitó alguna vez en casa de sus padres por una griposa convalecencia. “Ibas muy rapidito tú”. Me dice que no recuerda nada de eso y que el pasado es una vana invención que sólo consuela a los inocentes y a las almas sencillas. Pienso que la rememoración de los lances de amor adolescentes deberían de tender a la sublimación, pues es el fallido amor de madurez el que recoge la mayor parte de las hieles del fracaso.

Vuelvo al hogar. La vida extrarradial, que dista tristemente de cualquier vestigio gótico decenas de kilómetros, me acoge en su soledad y su silencio para hacerme olvidar todas estas narraciones fantásticas o/y reales. Me pongo el pijama de franela antierótica. Bajo el plumón de pollo de Carrefour, solo y descafeinado, me arrullo en el recuerdo de los pórticos canónicos de las catedrales góticas francesas. Además de en otras cosas más carnales que no puedo referir aquí.

jueves, 1 de marzo de 2012

Dormí mal, pero nada que temer.


Dormí mal. Me desvelé. Por eso, a las 4 de la mañana, estaba leyendo Nada que temer de Julian Barnes, una autobiografía-ensayo-ficción-novela (?) sobre la muerte, donde se dan cita familia, amigos, muertos ilustres y el escritor mismo para dejarnos entre las manos el polvo inconsistente de las preguntas sin respuestas. Me entero de que Zola murió por el efecto necro-narcótico del monóxido de carbono en su dormitorio. Sospechó que era una mera indigestión cuando su mujer lo despertó a las 4 de la mañana (curiosa coincidencia) para decirle que se sentía mal. “Nos sentiremos mejor por la mañana”, murmuró el novelista desde su inmensidad durmiente, seguro de que todo era debido a esa supuesta mala digestión y no a que el tiro de la chimenea posiblemente hubiera quedado obstruido tras un pequeño arreglo en el tejado. Me extraña mi insomnio. Después de leer este pasaje de la obra de Barnes, husmeo la habitación a la búsqueda de algún olor sospechoso. Nada.


Sigo leyendo. “La gran tragedia de la vida no es que los hombres perezcan, sino que dejen de amar”. Tal cuestión está ligada a algo más terrible aún, si cabe, que al hecho de dejar de amar: a perder la capacidad de sentir algo. Pienso que tal vez la indolencia podría salvarnos de estos dolores. El militar que vive en el piso de arriba se despereza y salta del somier, ajeno a que en el piso de abajo haya un doliente insomne. Las paredes y los techos de los pisos contemporáneos están confeccionados con la terrible normativa de la indiscreción. Me pregunto si el leve aleteo de las almas en vilo se puede oír al otro lado de los muros. Ojalá eso no. Este nuevo piso mío promete historias morales escritas con el oído. El soldado profesional le reprocha a su amor desde el baño (supongo) que la ropa de campaña no esté planchada. Espero que su mal humor/amor sea causa de una indigestión o, mejor aún, de una fuga de monóxido de carbono que sólo le paralice su mala hostia. Nada que temer.